¿Qué tienes que contar, reloj molesto,
en un soplo de vida desdichada
que se pasa tan presto;
en un camino que es una jornada,
breve y estrecha, de este al otro polo,
siendo jornada que es un paso solo?
Que, si son mis trabajos y mis penas,
no alcanzarás allá, si capaz vaso
fueses de las arenas
en donde el alto mar detiene el paso.
Deja pasar las horas sin sentirlas,
que no quiero medirlas,
ni que me notifiques de esa suerte
los términos forzosos de la muerte.
No me hagas más guerra;
déjame, y nombre de piadoso cobra,
que harto tiempo me sobra
para dormir debajo de la tierra.
Pero si acaso por oficio tienes
el contarme la vida,
presto descansarás, que los cuidados
mal acondicionados,
que alimenta lloroso
el corazón cuitado y lastimoso,
y la llama atrevida
que Amor, ¡triste de mí!, arde en mis venas
(menos de sangre que de fuego llenas),
no solo me apresura
la muerte, pero abréviame el camino;
pues, con pie doloroso,
mísero peregrino,
doy cercos a la negra sepultura.
Bien sé que soy aliento fugitivo;
ya sé, ya temo, ya también espero
que he de ser polvo, como tú, si muero,
y que soy vidrio, como tú, si vivo.
Francisco de Quevedo (Madrid, 1580 - Villanueva de los Infantes, 1645) estudió en las universidades de Alcalá de Henares y Valladolid, ciudad en la que empezó a nacer su fama de gran poeta, para luego continuar su formación y sus trabajos como literato y traductor en Madrid en 1606, de entre los que destaca la primera versión en nuestra lengua de la obra de Anacreonte, encargada por el duque de Osuna. De su mano, participó como secretario de estado en las intrigas entre las repúblicas italianas en 1613, lo que le valió para ingresar como caballero, tres años más tarde, en la Orden de Santiago. Contemporáneo de Lope de Vega o Luis de Góngora, se cuenta, como ellos, entre los más destacados escritores del Siglo de Oro español.