Himno a las estrellas, de Francisco de Quevedo | Poema

    Poema en español
    Himno a las estrellas

    A vosotras, estrellas, 
    alza el vuelo mi pluma temerosa, 
    del piélago de luz ricas centellas; 
    lumbres que enciende triste y dolorosa 
    a las exequias del difunto día, 
    güérfana de su luz, la noche fría; 

    ejército de oro, 
    que por campañas de zafir marchando, 
    guardáis el trono del eterno coro 
    con diversas escuadras militando; 
    Argos divino de cristal y fuego, 
    por cuyos ojos vela el mundo ciego; 

    señas esclarecidas 
    que, con llama parlera y elocuente, 
    por el mudo silencio repartidas, 
    a la sombra servís de voz ardiente; 
    pompa que da la noche a sus vestidos, 
    letras de luz, misterios encendidos; 

    de la tiniebla triste 
    preciosas joyas, y del sueño helado 
    galas, que en competencia del sol viste; 
    espías del amante recatado, 
    fuentes de luz para animar el suelo, 
    flores lucientes del jardín del cielo, 

    vosotras, de la luna 
    familia relumbrante, ninfas claras, 
    cuyos pasos arrastran la Fortuna, 
    con cuyos movimientos muda caras, 
    árbitros de la paz y de la guerra, 
    que, en ausencia del sol, regís la tierra; 

    vosotras, de la suerte 
    dispensadoras, luces tutelares 
    que dais la vida, que acercáis la muerte, 
    mudando de semblante, de lugares; 
    llamas, que habláis con doctos movimientos, 
    cuyos trémulos rayos son acentos; 

    vosotras, que, enojadas, 
    a la sed de los surcos y sembrados 
    la bebida negáis, o ya abrasadas 
    dais en ceniza el pasto a los ganados, 
    y si miráis benignas y clementes, 
    el cielo es labrador para las gentes; 

    vosotras, cuyas leyes 
    guarda observante el tiempo en toda parte, 
    amenazas de príncipes y reyes, 
    si os aborta Saturno, Jove o Marte; 
    ya fijas vais, o ya llevéis delante 
    por lúbricos caminos greña errante, 

    si amasteis en la vida 
    y ya en el firmamento estáis clavadas, 
    pues la pena de amor nunca se olvida, 
    y aun suspiráis en signos transformadas, 
    con Amarilis, ninfa la más bella, 
    estrellas, ordenad que tenga estrella. 

    Si entre vosotras una 
    miró sobre su parto y nacimiento 
    y della se encargó desde la cuna, 
    dispensando su acción, su movimiento, 
    pedidla, estrellas, a cualquier que sea, 
    que la incline siquiera a que me vea. 

    Yo, en tanto, desatado 
    en humo, rico aliento de Pancaya, 
    haré que, peregrino y abrasado, 
    en busca vuestra por los aires vaya; 
    recataré del sol la lira mía 
    y empezaré a cantar muriendo el día. 

    Las tenebrosas aves, 
    que el silencio embarazan con gemido, 
    volando torpes y cantando graves, 
    más agüeros que tonos al oído, 
    para adular mis ansias y mis penas, 
    ya mis musas serán, ya mis sirenas.

    Francisco de Quevedo (Madrid, 1580 - Villanueva de los Infantes, 1645) estudió en las universidades de Alcalá de Henares y Valladolid, ciudad en la que empezó a nacer su fama de gran poeta, para luego continuar su formación y sus trabajos como literato y traductor en Madrid en 1606, de entre los que destaca la primera versión en nuestra lengua de la obra de Anacreonte, encargada por el duque de Osuna. De su mano, participó como secretario de estado en las intrigas entre las repúblicas italianas en 1613, lo que le valió para ingresar como caballero, tres años más tarde, en la Orden de Santiago. Contemporáneo de Lope de Vega o Luis de Góngora, se cuenta, como ellos, entre los más destacados escritores del Siglo de Oro español.