Sermón estoico de censura moral, de Francisco de Quevedo | Poema

    Poema en español
    Sermón estoico de censura moral

    ¡Oh corvas almas, oh facinorosos 
    espíritus furiosos! 
    ¡Oh varios pensamientos insolentes, 
    deseos delincuentes, 
    cargados sí, mas nunca satisfechos; 
    alguna vez cansados, 
    ninguna arrepentidos, 
    en la copia crecidos, 
    y en la necesidad desesperados! 
    De vuestra vanidad, de vuestro vuelo, 
    ¿qué abismo está ignorado? 
    Todos los senos que la tierra calla, 
    las llanuras que borra el Oceano 
    y los retiramientos de la noche, 
    de que no ha dado el sol noticia al día, 
    los sabe la codicia del tirano. 
    Ni horror, ni religión, ni piedad, juntos, 
    defienden de los vivos los difuntos. 
    A las cenizas y a los huesos llega, 
    palpando miedos, la avaricia ciega. 
    Ni la pluma a las aves, 
    ni la garra a las fieras, 
    ni en los golfos del mar, ni en las riberas 
    el callado nadar del pez de plata, 
    les puede defender del apetito; 
    y el orbe, que infinito 
    a la navegación nos parecía, 
    es ya corto distrito 
    para las diligencias de la gula, 
    pues de esotros sentidos acumula 
    el vasallaje, y ella se levanta 
    con cuanto patrimonio 
    tienen, y los confunde en la garganta. 
    Y antes que las desórdenes del vientre 
    satisfagan sus ímpetus violentos, 
    yermos han de quedar los elementos, 
    para que el orbe en sus angustias entre. 

    Tú, Clito, entretenida, mas no llena, 
    honesta vida gastarás contigo; 
    que no teme la invidia por testigo, 
    con pobreza decente, fácil cena. 
    Más flaco estará, ¡oh Clito!, 
    pero estará más sano, 
    el cuerpo desmayado que el ahíto; 
    y en la escuela divina, 
    el ayuno se llama medicina, 
    y esotro, enfermedad, culpa y delito. 

    El hombre, de las piedras descendiente 
    (¡dura generación, duro linaje!), 
    osó vestir las plumas; 
    osó tratar, ardiente, 
    las líquidas veredas; hizo ultraje 
    al gobierno de Eolo; 
    desvaneció su presunción Apolo, 
    y en teatro de espumas, 
    su vuelo desatado, 
    yace el nombre y el cuerpo justiciado, 
    y navegan sus plumas. 
    Tal has de padecer, Clito, si subes 
    a competir lugares con las nubes. 
    De metal fue el primero 
    que al mar hizo guadaña de la muerte: 
    con tres cercos de acero 
    el corazón humano desmentía. 
    Éste, con velas cóncavas, con remos, 
    (¡oh muerte!, ¡oh mercancía!), 
    unió climas extremos; 
    y rotos de la tierra 
    los sagrados confines, 
    nos enseñó, con máquinas tan fieras, 
    a juntar las riberas; 
    y de un leño, que el céfiro se sorbe, 
    fabricó pasadizo a todo el orbe, 
    adiestrando el error de su camino 
    en las señas que hace, enamorada, 
    la piedra imán al Norte, 
    de quien, amante, quiere ser consorte, 
    sin advertir que, cuando ve la estrella, 
    desvarían los éxtasis en ella. 

    Clito, desde la orilla 
    navega con la vista el Oceano: 
    óyele ronco, atiéndele tirano, 
    y no dejes la choza por la quilla; 
    pues son las almas que respira Tracia 
    y las iras del Noto, 
    muerte en el Ponto, música en el soto. 

    Profanó la razón, y disfamóla, 
    mecánica codicia diligente, 
    pues al robo de Oriente destinada, 
    y al despojo precioso de Occidente, 
    la vela desatada, 
    el remo sacudido, 
    de más riesgos que ondas impelido, 
    de Aquilón enojado, 
    siempre de invierno y noche acompañado, 
    del mar impetüoso 
    (que tal vez justifica el codicioso) 
    padeció la violencia, 
    lamentó la inclemencia, 
    y por fuerza piadoso, 
    a cuantos votos dedicaba a gritos, 
    previno en la bonanza 
    otros tantos delitos, 
    con la esperanza contra la esperanza. 
    Éste, al sol y a la luna, 
    que imperio dan, y templo, a la Fortuna, 
    examinando rumbos y concetos, 
    por saber los secretos 
    de la primera madre 
    que nos sustenta y cría, 
    de ella hizo miserable anatomía. 
    Despedazóla el pecho, 
    rompióle las entrañas, 
    desangróle las venas 
    que de estimado horror estaban llenas; 
    los claustros de la muerte, 
    duro, solicitó con hierro fuerte. 
    ¿Y espantará que tiemble algunas veces, 
    siendo madre y robada 
    del parto, a cuanto vive, preferido? 
    No des la culpa al viento detenido, 
    ni al mar por proceloso: 
    de ti tiembla tu madre, codicioso. 
    Juntas grande tesoro, 
    y en Potosí y en Lima 
    ganas jornal al cerro y a la sima. 
    Sacas al sueño, a la quietud, desvelo; 
    a la maldad, consuelo; 
    disculpa, a la traición; premio, a la culpa; 
    facilidad, al odio y la venganza, 
    y, en pálido color, verde esperanza, 
    y, debajo de llave, 
    pretendes, acuñados, 
    cerrar los dioses y guardar los hados, 
    siendo el oro tirano de buen nombre, 
    que siempre llega con la muerte al hombre; 
    mas nunca, si se advierte, 
    se llega con el hombre hasta la muerte. 

    Sembraste, ¡oh tú, opulento!, por los vasos, 
    con desvelos de la arte, 
    desprecios del metal rico, no escasos; 
    y en discordes balanzas, 
    la materia vencida, 
    vanamente podrás después preciarte 
    que induciste en la sed dos destemplanzas, 
    donde tercera, aún hoy, delicia alcanzas. 
    Y a la Naturaleza, pervertida 
    con las del tiempo intrépidas mudanzas, 
    transfiriendo al licor en el estío 
    prisión de invierno frío, 
    al brindis luego el apetito necio 
    del murrino y cristal creció ansí el precio: 
    que fue pompa y grandeza 
    disipar los tesoros 
    por cosa, ¡oh vicio ciego!, 
    que pudiese perderse toda, y luego. 

    Tú, Clito, en bien compuesta 
    pobreza, en paz honesta, 
    cuanto menos tuvieres, 
    desarmarás la mano a los placeres, 
    la malicia a la invidia, 
    a la vida el cuidado, 
    a la hermosura lazos, 
    a la muerte embarazos, 
    y en los trances postreros, 
    solicitud de amigos y herederos. 
    Deja en vida los bienes, 
    que te tienen, y juzgas que los tienes. 
    Y las últimas horas 
    serán en ti forzosas, no molestas, 
    y al dar la cuenta excusarás respuestas. 

    Fabrica el ambicioso 
    ya edificio, olvidado 
    del poder de los días; 
    y el palacio, crecido, 
    no quiere darse, no, por entendido 
    del paso de la edad sorda y ligera, 
    que, fugitiva, calla, 
    y en silencio mordaz, mal advertido, 
    digiere la muralla, 
    los alcázares lima, 
    y la vida del mundo, poco a poco, 
    o la enferma o lastima. 

    Los montes invencibles, 
    que la Naturaleza 
    eminentes crió para sí sola 
    (paréntesis de reinos y de imperios), 
    al hombre inaccesibles, 
    embarazando el suelo 
    con el horror de puntas desiguales, 
    que se oponen, erizo bronco, al cielo, 
    después que les sacó de sus entrañas 
    la avaricia, mostrándola a la tierra, 
    mentida en el color de los metales, 
    cruda y preciosa guerra, 
    osó la vanidad cortar sus cimas 
    y, desde las cervices, 
    hender a los peñascos las raíces; 
    y erudito ya el hierro, 
    porque el hombre acompañe 
    con magnífico adorno sus insultos, 
    los duros cerros adelgaza en bultos; 
    y viven los collados 
    en atrios y en alcázares cerrados, 
    que apenas los cubría 
    el campo eterno que camina el día. 
    Desarmaron la orilla, 
    desabrigaron valles y llanuras 
    y borraron del mar las señas duras; 
    y los que en pie estuvieron, 
    y eminentes rompieron 
    la fuerza de los golfos insolentes, 
    y fueron objeción, yertos y fríos, 
    de los atrevimientos de los ríos, 
    agora navegados, 
    escollos y collados, 
    los vemos en los pórticos sombríos, 
    mintiendo fuerzas y doblando pechos, 
    aun promontorios sustentar los techos. 
    Y el rústico linaje, 
    que fue de piedra dura, 
    vuelve otra vez viviente en escultura. 

    Tú, Clito, pues le debes 
    a la tierra ese vaso de tu vida, 
    en tan poca ceniza detenida, 
    y en cárceles tan frágiles y breves 
    hospedas alma eterna, 
    no presumas, ¡oh Clito!, oh, no presumas 
    que la del alma casa, tan moderna 
    y de tierra caduca, 
    viva mayor posada que ella vive, 
    pues que en horror la hospeda y la recibe. 
    No sirve lo que sobra, 
    y es grande acusación la grande obra; 
    sepultura imagina el aposento, 
    y el alto alcázar vano monumento. 

    Hoy al mundo fatiga, 
    hambrienta y con ojos desvelados, 
    la enfermedad antiga 
    que a todos los pecados 
    adelantó en el cielo su malicia, 
    en la parte mejor de su milicia. 
    Invidia, sin color y sin consuelo, 
    mancha primera que borró la vida 
    a la inocencia humana, 
    de la quietud y la verdad tirana; 
    furor envejecido, 
    del bien ajeno, por su mal, nacido; 
    veneno de los siglos, si se advierte, 
    y miserable causa de la muerte. 
    Este furor eterno, 
    con afrenta del sol, pobló el infierno, 
    y debe a sus intentos ciegos, vanos, 
    la desesperación sus ciudadanos. 
    Ésta previno, avara, 
    al hombre las espinas en la tierra, 
    y el pan, que le mantiene en esta guerra, 
    con sudor de sus manos y su cara. 
    Fue motín porfiado 
    en la progenie de Abraham eterna, 
    contra el padre del pueblo endurecido, 
    que dio por ellos el postrer gemido. 
    La invidia no combate 
    los muros de la tierra y mortal vida, 
    si bien la salud propria combatida 
    deja también; sólo pretende palma 
    de batir los alcázares de l'alma; 
    y antes que las entrañas 
    sientan su artillería, 
    aprisiona el discurso, si porfía. 
    Las distantes llanuras de la tierra 
    a dos hermanos fueron 
    angosto espacio para mucha guerra. 
    Y al que Naturaleza 
    hizo primero, pretendió por dolo 
    que la invidia mortal le hiciese solo. 

    Tú, Clito, doctrinado 
    del escarmiento amigo, 
    obediente a los doctos desengaños, 
    contarás tantas vidas como años; 
    y acertará mejor tu fantasía 
    si conoces que naces cada día. 
    Invidia los trabajos, no la gloria; 
    que ellos corrigen, y ella desvanece, 
    y no serás horror para la Historia, 
    que con sucesos de los reyes crece. 
    De los ajenos bienes 
    ten piedad, y temor de los que tienes; 
    goza la buena dicha con sospecha, 
    trata desconfiado la ventura, 
    y póstrate en la altura. 
    Y a las calamidades 
    invidia la humildad y las verdades, 
    y advierte que tal vez se justifica 
    la invidia en los mortales, 
    y sabe hacer un bien en tantos males: 
    culpa y castigo que tras sí se viene, 
    pues que consume al proprio que la tiene. 

    La grandeza invidiada, 
    la riqueza molesta y espiada, 
    el polvo cortesano, 
    el poder soberano, 
    asistido de penas y de enojos, 
    siempre tienen quejosos a los ojos, 
    amedrentado el sueño, 
    la consciencia con ceño, 
    la verdad acusada, 
    la mentira asistente, 
    miedo en la soledad, miedo en la gente, 
    la vida peligrosa, 
    la muerte apresurada y belicosa. 

    ¡Cuán raros han bajado los tiranos, 
    delgadas sombras, a los reinos vanos 
    del silencio severo, 
    con muerte seca y con el cuerpo entero! 
    Y vio el yerno de Ceres 
    pocas veces llegar, hartos de vida, 
    los reyes sin veneno o sin herida. 
    Sábenlo bien aquellos 
    que de joyas y oro 
    ciñen medroso cerco a los cabellos. 
    Su dolencia mortal es su tesoro; 
    su pompa y su cuidado, sus legiones. 
    Y el que en la variedad de las naciones 
    se agrada más, y crece 
    los ambiciosos títulos profanos, 
    es, cuanto más se precia de monarca, 
    más ilustre desprecio de la Parca. 

    El africano duro 
    que en los Alpes vencer pudo el invierno, 
    y a la Naturaleza 
    de su alcázar mayor la fortaleza; 
    de quien, por darle paso al señorío, 
    la mitad de la vista cobró el frío, 
    en Canas, el furor de sus soldados, 
    con la sangre de venas consulares, 
    calentó los sembrados, 
    fue susto del imperio, 
    hízole ver la cara al captiverio, 
    dio noticia del miedo su osadía 
    a tanta presunción de monarquía. 
    Y peregrino, desterrado y preso 
    poco después por desdeñoso hado, 
    militó contra sí desesperado. 
    Y vengador de muertes y vitorias, 
    y no invidioso menos de sus glorias, 
    un anillo piadoso, 
    sin golpe ni herida, 
    más temor quitó en Roma que en él vida. 
    Y ya, en urna ignorada, 
    tan grande capitán y tanto miedo 
    peso serán apenas para un dedo. 

    Mario nos enseñó que los trofeos 
    llevan a las prisiones, 
    y que el triunfo que ordena la Fortuna, 
    tiene en Minturnas cerca la laguna. 
    Y si te acercas más a nuestros días, 
    ¡oh Clito!, en las historias 
    verás, donde con sangre las memorias 
    no estuvieren borradas, 
    que de horrores manchadas 
    vidas tantas están esclarecidas, 
    que leerás más escándalos que vidas. 

    Id, pues, grandes señores, 
    a ser rumor del mundo; 
    y comprando la guerra, 
    fatigad la paciencia de la tierra, 
    provocad la impaciencia de los mares 
    con desatinos nuevos, 
    sólo por emular locos mancebos; 
    y a costa de prolija desventura, 
    será la aclamación de su locura. 

    Clito, quien no pretende levantarse 
    puede arrastrar, mas no precipitarse. 
    El bajel que navega 
    orilla, ni peligra ni se anega. 
    Cuando Jove se enoja soberano, 
    más cerca tiene el monte que no el llano, 
    y la encina en la cumbre 
    teme lo que desprecia la legumbre. 
    Lección te son las hojas, 
    y maestros las peñas. 
    Avergüénzate, ¡oh Clito!, 
    con alma racional y entendimiento, 
    que te pueda en España 
    llamar rudo discípulo una caña; 
    pues si no te moderas, 
    será de tus costumbres, a su modo, 
    verde reprehensión el campo todo.

    Francisco de Quevedo (Madrid, 1580 - Villanueva de los Infantes, 1645) estudió en las universidades de Alcalá de Henares y Valladolid, ciudad en la que empezó a nacer su fama de gran poeta, para luego continuar su formación y sus trabajos como literato y traductor en Madrid en 1606, de entre los que destaca la primera versión en nuestra lengua de la obra de Anacreonte, encargada por el duque de Osuna. De su mano, participó como secretario de estado en las intrigas entre las repúblicas italianas en 1613, lo que le valió para ingresar como caballero, tres años más tarde, en la Orden de Santiago. Contemporáneo de Lope de Vega o Luis de Góngora, se cuenta, como ellos, entre los más destacados escritores del Siglo de Oro español.