Cuando yo era un pequeño pez, cuando sólo conocía las aguas del hermoso mar, y recordaba muy vagamente haber sido un árbol de alcanfor en las riberas del Caroní, yo era feliz.
Después, cuando mi destino me hizo reaparecer encarnada en la lentitud de un leopardo, viví unos claros años de vigor y de júbilo, conocí los paisajes perfumados por la flor del abedul, y era feliz.
Y todo el tiempo que fui cabalgadura de un guerrero en Etiopía, luego de haber sido el tierno bisabuelo de un albatros, y de venir de muy lejos diciendo adiós a mi envoltura de sierpe de cascabel, yo era feliz.
Mas sólo cuando un día desperté gimoteando bajo la piel de un niño, comencé a recordar con dolor los perdidos paisajes, lloraba por algunos perfumes de mi selva, y por el humo de las maderas balsámicas del Indostán. Y bajo la piel de humano ya llevo tanto sufrido, y tanto y tanto, que sólo espero pasar, y disolverme de nuevo, para reaparecer como un pequeño pez, como un árbol en las riberas del Caroní, como un leopardo que sube al abedul, o como el antepasado de una arrogante ave, o como el apacible dormitar de la serpiente junto al río, o como esto o como lo otro ¿o por qué no?, como una cuerda de la guitarra donde alguien, sea quien sea, toca interminablemente una danza que alegra de igual modo a la luna y al sol.
Cuando yo era un pequeño pez, cuando sólo conocía las aguas del hermoso mar, y recordaba muy vagamente haber sido un árbol de alcanfor en las riberas del Caroní, yo era feliz.
¡Cuántas estrellas anoche! ¡Yo las veía tan claras y cercanas como higos de cristal, como frutillas azules! Me parecía, Teresa, que todas las estrellas te miraban con la misma alegría con que te miran los ojos de mi alma.
Mi madre no sabe que por la noche, cuando ella mira mi cuerpo dormido y sonríe feliz sintiéndome a su lado, mi alma sale de mí, se va de viaje guiada por elefantes blanquirrojos, y toda la tierra queda abandonada,
Yo te amo, ciudad, aunque sólo escucho de ti el lejano rumor, aunque soy en tu olvido una isla invisible, porque resuenas y tiemblas y me olvidas, yo te amo, ciudad.
Qué pasa, qué está pasando siempre debajo del jardín que las rosas acuden sin descanso. Qué está pasando siempre bajo ese oscuro espejo donde nada se oculta ni disuelve.
¡Qué bueno es estar contigo ante este fuego, Irene, saber que sigues llamándote así, Irene; que tu nombre no se te ha evaporado de la piel como se evapora el rocío de la panza del sapo!