Los hombros de los filósofos constituyen el acueducto
por donde nos llega la sangre obtenida del deshielo
de los más altos corazones
Si yo aplico mis fauces a esa raída de siglos
se me estremecen de alas todos los árboles de mis venas
y se me pueblan de sobresalto las humilladas mejillas.
Nadie tiene derecho a cambiar un invierno de cine
por un par de pistolas incrustadas de estrellas
ni a conseguir que el cielo le devuelva sus bastones olvidados
y sus tarjetas de visita malgastadas
Lo que una vez entró en el cauce intestinal de la serpiente
ya nunca se arrepiente ni siquiera
hace un nudo gracioso en lo más bello del camino
Déjame pasar la mano por el lomo suavísimo de estos versos que escribo
La eternidad así bajo mis dedos maullará tiernamente.