Apoya en mí la cabeza, si tienes sueño. apoya en mí la cabeza, aquí, en mi pecho. Descansa, duérmete, sueña, no tengas miedo del mundo, que yo te velo. Levanta hacia mí tus ojos, tus ojos lentos, y ciérralos poco a poco conmigo dentro; ciérralos, aunque no quieras, muertos de sueño.
Ya estás dormida. Ya sube, baja tu pecho, y el mío al compás del tuyo mide el silencio, almohada de tu cabeza, celeste peso. Mi pecho de varón duro, tabla de esfuerzo, por ti se vuelve de plumas, cojín de sueños. Navega en dulce oleaje, ritmo sereno, ritmo de olas perezosas el de tus pechos. De cuando en cuando una grande, espuma al viento, suspiro que se te escapa volando al cielo, y otra vez navegas lenta mares de sueño, y soy yo quien te conduce yo que te velo, que para que te abandones te abrí mi pecho. ¿Qué sueñas? ¿Sueñas? ¿Qué buscan –palabras, besos– tus labios que se te mueven, dormido rezo? Si sueñas que estás conmigo, no es sólo sueño; lo que te acuna y te mece soy yo, es mi pecho.
Despacio, brisas, despacio, que tiene sueño. Mundo sonoro que rondas, hazte silencio, que está durmiendo mi niña, que está durmiendo al compás que de los suyos copia mi pecho. Que cuando se me despierte buscando el cielo encuentre arriba mis ojos limpios y abiertos.
Era el mes que aplicaba sus teorías cada vez que un amor nacía en torno cediendo dócil peso y calorías cuando por caridad ya para adorno en beneficio de esos amadores que hurtan siempre relámpagos y flores
Los hombros de los filósofos constituyen el acueducto por donde nos llega la sangre obtenida del deshielo de los más altos corazones Si yo aplico mis fauces a esa raída de siglos se me estremecen de alas todos los árboles de mis venas