Dejé mi copa en el brocal maldito. Grité hacia abajo, hacia el profundo hueco, pero el coro sarcástico del eco me devolvió multiplicado el grito.
Llegaba tarde: el pozo estaba seco. Un gran golpe de viento llenó el pozo, y, al recorrer su vertical garganta, en su más honda hondura oí un sollozo, donde cantaba el agua y ya no canta...
Brillaba entonces la primera estrella, pero el anochecer amanecía cuando me puse a comparar aquella profunda sed del pozo con la mía.
Y allí dejé mi copa abandonada, con un tardío gesto de homenaje por quien se supo dar sin pedir nada al que calmó su sed y siguió el viaje...
Y allí, junto al brocal ennegrecido, y el cubo roto y la inservible rueda, comprendí que no cabe en el olvido la ingratitud de un agua que se ha ido ni el espanto de un pozo que se queda...
Únicamente el río conoce tu secreto, ese secreto tuyo que es el secreto mío. El río es un hombre de corazón inquieto pero el amor se aleja como el agua del río.
Nadie vino a esperarme. Yo me encogí de hombros y me eché a andar: Soy un hombre de paso, simplemente; soy simplemente un hombre que llega y que se va.
Sólo tú y yo sabemos lo que ignora la gente al cambiar un saludo ceremonioso y frío, porque nadie sospecha que es falso tu desvío, ni cuánto amor esconde mi gesto indiferente.
Árbol, buen árbol, que tras la borrasca te erguiste en desnudez y desaliento, sobre una gran alfombra de hojarasca que removía indiferente el viento...
Donde quiera en las noches se abrirá una ventana o una puerta cualquiera de una calle lejana, no importa dónde ni cuándo, puede ser donde quiera: ni menos en otoño, ni más en primavera.