«cavan en mi vivir mi monumento»
Yo no sé quién te puso aquí, tan cerca
— alto entre los tranvías y los pájaros —
Francisco de Quevedo, de mi casa.
Tampoco sé qué mano
organizó en la piedra tu figura
o sufragó los gastos,
los discursos, la lápida,
la ceremonia, en fin, de tu alzamiento.
Porque arriba te han puesto y allí estás
y allí, sin duda alguna, permaneces,
imperturbable y quieto,
igual a cada día,
como tú nunca fuiste.
Bajo cada mañana
al café de la esquina,
resonante de vida,
y sorbo cuanto puedo
el día que comienza.
Desde allí te contemplo en pie y en piedra,
convidado de tal piedra que nunca
bajarás cojeando
de tu propia cojera
a sentarte a la mesa que te ofrezco.
Arriba te dejaron
como una teoría de ti mismo,
a ti, incansable autor de teorías
que nunca te sirvieron
más que para marchar como un cangrejo
en contra de tu propio pensamiento.
Yo me pregunto qué haces
allá arriba, Francisco
de Quevedo, maestro,
amigo, padre
con quien es grato hablar,
difícil entenderse,
fácil sentir lo mismo:
cómo en el aire rompen
un sí y un no sus poderosas armas,
y nosotros estamos
para siempre esperando
la victoria que debe
decidir nuestra suerte.
Yo me pregunto si en la noche lenta,
cuando el alma desciende a ras de suelo,
caemos en la especie y reina
el sueño, te descuelgas
de tanta altura, dejas
tu máscara de piedra,
corres por la ciudad,
tientas las puertas
con que el hombre defiende como puede
su secreta miseria
y vas diciendo a voces:
– Fue el soy un será, pero en el polvo
un ápice hay de amor que nunca muere.
¿O acaso has de callar
en tu piedra solemne,
enmudecer también,
caer de tus palabras,
porque el gran dedo un día
te avisara silencio?
Dime qué ves desde tu altura.
Pero tal vez lo mismo. Muros, campos,
solar de insolaciones. Patria. Falta
su patria a Osuna, a ti y a mí y a quien
la necesita.
Estamos
todos igual y en idéntico amor
podría comprenderte.
Hablamos
mucho de ti aquí abajo, y día a día
te miro como ahora, te saludo
en tu torre de piedra,
tan cerca de mi casa,
Francisco de Quevedo, que si grito
me oirás en seguida.
Ven entonces si puedes,
si estás vivo y me oyes
acude a tiempo, corre
con tu agrio amor y tu esperanza —cojo,
mas no del lado de la vida —si eres
el mismo de otras veces.
José Ángel Valente nació en Orense en 1929. Cursó estudios en las Universidades de Santiago de Compostela y Madrid, donde se licenció en Filología Románica. Enseñó algunos años en el Departamento de Español de la Universidad de Oxford, de la que recibió el grado de Master of Arts. Ha publicado los siguientes libros de poesía: A modo de esperanza (1955) (Premio Adonais 1954), Poemas a Lázaro (1960) (Premio de la Crítica), La memoria y los signos (1966), Siete representaciones (1967), Breve son (1968), Presentación y memorial para un monumento (1970), El inocente (1970), Treinta y siete fragmentos (1972), Interior con figuras (1976), Material memoria (1979), Mandorla (1982), El fulgor (1984), Al dios del lugar (1989), No amanece el cantor (1992) (Premio Nacional de Poesía) y Nadie (1996). Su obra poética en gallego se reúne en Cántigas de alén (1996). Reunió parte de sus ensayos en el volumen Las palabras de la tribu (1971). Es autor asimismo de un ensayo sobre Miguel de Molinos, que precede a una edición de escritos de dicho tratadista (1974) y del volumen de textos narrativos y poéticos en prosa El fin de la edad de plata (Seix Barral, 1973). Ha obtenido el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1988 y el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1998.