El mar que bulle en el calor de la noche, el mar bituminoso que lleva adentro su cólera, el mar sepulcro de las letrinas del puerto, nunca mereció ser este charco que huele a ciénaga, a hierros oxidados, a petróleo y a mierda, lejos del mar abierto, el golfo, el océano.
En el último río de la ciudad, por error o incongruencia fantasmagórica, vi de repente un pez casi muerto. Boqueaba envenenado por el agua inmunda, letal como el aire nuestro. Qué frenesí el de sus labios redondos, el cero móvil de su boca.
En la madera que se resuelve en chispa y llamarada luego en silencio y humo que se pierde miraste deshacerse con sigiloso estruendo tu vida Y te preguntas si habrá dado calor si conoció alguna de las formas del fuego si llegó a a rder e iluminar con su llama
Ya no se escucha el roce de la pluma. Miles de versos han quedado escritos. Todos tus sueños, tus deseos y tus rencores se han convertido para siempre en tercetos. Tu existencia acaba de cumplirse. Nada te espera ya sino la muerte.
Con aire de fatiga entraba el mar en el desfiladero El viento helado dispersaba la nieve de la montaña y tú parecías un poco de primavera anticipo de la vida bullente bajo los hielos calor para la tierra muerta cauterio
Voz que decía: Da voces. Y yo respondí: ¿Qué tengo que decir a voces? Que toda carne es hierba, y toda su gloria como flor del campo. Isaías 40, 6 Versión de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera