Oración en Columbia University, de José Hierro | Poema

    Poema en español
    Oración en Columbia University

    (A Dionisio Cañas) 
     
    Bendito sea Dios, porque inventó el silencio, 
    y el chirrido de la chicharra, 
    y el lagarto de fastuoso traje verde, 
    y la brasa hipnotizadora 
    (horizontal crepúsculo pudo haberla llamado 
    don Pedro Calderón de la Barca en el declive del Barroco). 
    Bendito sea Dios que inventó el agua 
    el agua sobre todo. 

    Bendito sea Dios porque inventó el amanecer 
    y el balido que lo poblaba. 
    Ahora vuelvo a escuchar aquella melodía. 
    El arroyo arpegiaba sobre cantos rodados, 
    hacía el contrapunto. 
    Suena el concierto en mi memoria. 
    O puede que se trate 
    de una música diferente: 
    la que escuchó, primero, entre los arrayanes de Granada 
    Federico García Lorca, 
    y luego aquí, rescatada, 
    en Columbia University. 

    Bendito sea Dios que inventó los prodigios 
    que contaba mi padre 
    perfumado de espliego y de tomillo. 
    Eran historias de ciudades mágicas 
    en las que el agua circulaba 
    por venas de metal, agua caliente y fría 
    (nos lo contaba al borde del regato, 
    helado en el invierno, seco en estío: 
    «Venga, a lavarse, coño, guarros». 
    Y obedecíamos). 

    Bendito sea Dios que inventó la cabra —la cabra 
    que rifaba por los pueblos— 
    mucho antes que Pablo Picasso, 
    con barriga de cesto de mimbre 
    y tetas como guantes de bronce. 
    Maldito sea Dios porque inventó el estaño 
    parpadeante del olivo, 
    ramas y tronco de Laoconte, 
    y aquella sombra trágica de catafalco y oro: 
    un rayo congelado en la mano siniestra 
    y en la diestra un crepúsculo. 
    Maldito sea Dios porque inventó a mi padre 
    colgado de una rama del olivo 
    poco después de recogerse la aceituna. 
    No puedo perdonárselo. 
    Pero eso fue más tarde. 
    Antes fueron los niños. 
    Bendito sea Dios que inventó aquellos niños, 
    vestidos como príncipes o pájaros. 
    Con voces de cristal, «Papá», decían a su padre. 
    Bendito sea Dios por inventar una palabra 
    milagrosa, jamás oída, 
    y su padre correspondía 
    con vaharadas de ternura. 

    Maldito sea Dios, porque yo quise 
    arrezagarme en la ternura 
    pronunciando la mágica palabra 
    entonces descubierta. «¿Papá?» «Mariconadas, 
    si te la vuelvo a oír te llevas una hostia». 

    Bendito sea Dios porque inventó los años, 
    1970, 1980, 1990..., 
    inventó el fuego, el oro viejo 
    de los arces de otoño, 
    y estos ríos profundos como penas, 
    largos como el olvido o el recuerdo, 
    hospitalarios, generosos, 
    por los que la ciudad va navegando 
    hasta la mar, que es el morir. 

    Bendito sea Dios que inventó libros sabios. 
    Se daba nombre en ellos 
    a lo que antes no lo tenía. 
    Bendito sea Dios porque inventó licenciaturas 
    masters, campus con risas y con marihuana, 
    laboratorios y celebraciones 
    con cantos en latín, gaudeamus igitur, , 
    todo situado en niveles distintos del tiempo. 

    Bendito sea Dios que inventó la memoria 
    y que inventó el silencio de este lugar aséptico, 
    y las venas metálicas ocultas 
    en las que el agua espera 
    unas manos liberadoras que les devuelvan su canción. 
    Ahora sé que mi padre está vengado. 
    Mi padre, descolgado del olivo 
    pronuncia con mis labios las palabras totémicas, 
    y se estremece este recinto sagrado. 
    «Coño, joder, carajo, a lavarse la cara, hostias». 
    Y abro los grifos, lavabos, duchas, retretes, 
    se desbordan las aguas que él soñaba 
    en la choza de adobe y paja 
    cantan la gloria de la recuperación, 
    y mi padre navega por las aguas, 
    le provoco, gritándole desconsolado. 
    «¡Papá!». «Mariconadas», me contesta. 
    ahogado, recuperado, 
    navegante por los canales de oro, 
    vivo ya para siempre.

    José Hierro nació en Madrid en 1922 y en la misma ciudad murió el 21 de diciembre de 2002, aunque se consideraba santanderino de adopción y fuera titulado como Hijo adoptivo y Poeta de Cantabria. En su obra, tan rica en matices rítmicos como en empaque conceptual, se han fraguado las tendencias más válidas de la poesía española de posguerra. Sus primeros versos aparecieron en distintas publicaciones del frente republicano. Acabada la guerra civil padeció cuatro años de cárcel, y esta experiencia lo marcó para siempre. Hierro ha conseguido los galardones más relevantes de la literatura española: Premio de la Crítica en tres ocasiones, Premio Nacional en dos, el Príncipe de Asturias (1981), el Premio Pablo Iglesias (1986), el Nacional de las Letras Españolas (1990), el Premio Reina Sofía de Poesía Hispanoamericana (1995) y el Cervantes (1998). También fue elegido académico de la Real Academia Española (1990), cuyo discurso de ingreso sobre Juan Ramón Jiménez no llegó a pronunciar. 

    • El alemán de Bonn identificaba 
      todos los sones de la naturaleza: 
      el del mar, el del río, el del viento y la lluvia, 
      el canto del ruiseñor, el de la oropéndola, el del cuco. 
      Un día, cantó un ave, y él no oía su canto: 
      fue la primera señal de alarma. 

    • Las nubes puestas a secar al sol. 
      Los ciruelos condecorados por la primavera. 
      Abril, de manos húmedas, 
      acaricia la frente de los arces. 
      La lengua púrpura del atardecer 
      lame la curva de las lomas de plomo 
      y las convierte en carne tibia. 

    • Esta casa no es la que era. 
      En esta casa había antes 
      lagartijas, jarras, erizos, 
      pintores, nubes, madreselvas, 
      olas plegadas, amapolas, 
      humo de hogueras... 
      Esta casa 
      no es la que era. Fue una caja 
      de guitarra. Nunca se habló 

    • Tal vez porque cantamos embriagados la vida 
      crees que fue con nosotros lo que tú llamas buena. 
      Puedes aproximarte, puedes tocar la herida 
      de amargura y de sangre hasta los bordes llena. 

    • Sé que el invierno está aquí, 
      detrás de esa puerta. Sé 
      que si ahora saliese fuera 
      lo hallaría todo muerto, 
      luchando por renacer. 
      Sé que si busco una rama 
      no la encontraré. 
      Sé que si busco una mano 
      que me salve del olvido 

    • En esta encrucijada, 
      flagelada por vientos de dos ríos 
      que despeinan la calle y la avenida, 
      pisoteada su negrura por gaviotas de luz, 
      descienden las palabras a mi mano, 
      picotean los granos de rocío, 
      buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.