En esta encrucijada, flagelada por vientos de dos ríos que despeinan la calle y la avenida, pisoteada su negrura por gaviotas de luz, descienden las palabras a mi mano, picotean los granos de rocío, buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.
Siempre aspiré a que mis palabras, las que llevo al papel, continuasen llorando —de pena, de felicidad, de desesperanza, al fin, todo es lo mismo—, porque yo las había llorado antes; antes de que desembocasen en el papel blanquísimo, en el papel deshabitado, que es el morir. Dejarían en él los ecos asordados, empañados, de lo que tuvo vida. Alguien advertiría la humedad de las lágrimas, lloraría por seres que jamás conoció, que acaso no es posible que existieran aunque estuvieron vivos en el recuerdo o en la imaginación. Lloraríamos todos por los desconocidos, los —para mí —difuminados en la magia del tiempo.
Contra las estructuras de metal y de vidrio nocturno rebotan las palabras aún sin forma, consagradas en el torbellino helado, y no me hacen llorar. Yo ya no sé llorar. ¡Y mira que he llorado!
II
Yo ya no lloro, excepto por aquello que algún día me hizo llorar: los aviones que proclamaban que todo había terminado; la estación amarilla diluida en la noche en la que coincidían, tan sólo unos instantes, el tren que partía hacia el norte y el que partía hacia el oeste y jamás volverían a encontrarse; y la voz de Juan Rulfo: «diles que no me maten»; y la malagueña canaria; y la niña mendiga de Lisboa que me pidió un «besiño».
Yo ya no lloro. Ni siquiera cuando recuerdo lo que aún me queda por llorar.
El alemán de Bonn identificaba todos los sones de la naturaleza: el del mar, el del río, el del viento y la lluvia, el canto del ruiseñor, el de la oropéndola, el del cuco. Un día, cantó un ave, y él no oía su canto: fue la primera señal de alarma.
Las nubes puestas a secar al sol. Los ciruelos condecorados por la primavera. Abril, de manos húmedas, acaricia la frente de los arces. La lengua púrpura del atardecer lame la curva de las lomas de plomo y las convierte en carne tibia.
Vistió la noche, copo a copo, pluma a pluma, lo que fue llama y oro, cota de malla del guerrero otoño y ahora es reino de la blancura. ¿Qué hago yo, profanando, pisando tan fragilísimo plumaje? Y arranco con mis manos
Esta casa no es la que era. En esta casa había antes lagartijas, jarras, erizos, pintores, nubes, madreselvas, olas plegadas, amapolas, humo de hogueras... Esta casa no es la que era. Fue una caja de guitarra. Nunca se habló
Tal vez porque cantamos embriagados la vida crees que fue con nosotros lo que tú llamas buena. Puedes aproximarte, puedes tocar la herida de amargura y de sangre hasta los bordes llena.
Sé que el invierno está aquí, detrás de esa puerta. Sé que si ahora saliese fuera lo hallaría todo muerto, luchando por renacer. Sé que si busco una rama no la encontraré. Sé que si busco una mano que me salve del olvido
En esta encrucijada, flagelada por vientos de dos ríos que despeinan la calle y la avenida, pisoteada su negrura por gaviotas de luz, descienden las palabras a mi mano, picotean los granos de rocío, buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.