En mi aposento, asaltado a veces por el hosco lebrel de la esperanza, palpando entre mis manos su vaho turbador, juzgo ahora mi propia aspiración a la alegría.
¿Podrá existir (digo en la noche) una palabra, la única sobreviviente, donde pueda almacenar mis sueños, defenderlos de toda vanidad, irlos purificando en mi interior tiranía callada, reagruparlos en una misma fuente igualatoria?
Pero estoy solo frente al llamamiento del mundo: amo su fundación, vigilo sus mudanzas, trabajo cada día en las contestaciones -de mi propia experiencia, junto mi vida en un papel. Y las palabras, al borde de ser dichas, próximas ya a mi sueño, pretenden suplantarme: soy el azar que se traduce en vano. (Nadie puede ser el espejo de sí mismo). Feliz aquél que nunca puso nombre a su vida.
... Mil veces he intentado decirte que te quiero, mas la ardorosa confesión, mi vida, se ha vuelto de los labios a mi pecho. ¿Por qué, niña? Lo ignoro, ¿Por qué? Yo no lo entiendo, Son blandas tu sonrisa y tu mirada,
En mi aposento, asaltado a veces por el hosco lebrel de la esperanza, palpando entre mis manos su vaho turbador, juzgo ahora mi propia aspiración a la alegría.
Ni la justicia con sus manos ciegas, ni la bondad de ojos efímeros, ni la obediencia entre algodones sucios, ni el rencor que atenúa la desesperación de los cautivos, ni las armas que arrecian por doquier, podrán ya mitigar esas lerdas proclamas
Tú te llamabas Carmen y era hermoso decir una a una tus letras, desnudarlas, mirarte en cada una como si fuesen ramas distintas de alegría, distintos besos en mi boca reunidos. Era hermoso saberte con un nombre que ya me duele ahora entre los labios,
Amor, primera forma de vivir, escucha: ¿eres tú la tristeza que enciende mi destino, o acaso sólo existes desde un ser que sonríe mientras tiemblan sus ojos esperando en los míos remansarse?
Ligeramente tumefacta pero ofrecida con codicia, llegó la boca hasta el lindero de la precaria intimidad. Iban reptando las parejas que se apiñaban en lo oscuro: no se miraban, se sumían en un compendio de sudores, se convertían en secuaces
La verdinegra tapia que ceñía el jardín del prostíbulo, en parte decorado de rótulos obscenos, todavía conserva los mismos desconchones inclementes, las mismas mordeduras de musgo y de salitre que se veían cuando yo era joven y me asomé a la vida por allí.
Cuando busco al que fui, qué hacinamiento de vacilaciones, atisbos, pistas falsas, presagios, averías de la memoria, ardides neutralizados por la incertidumbre.