Pavane pour un enfant défunt, de Leopoldo María Panero | Poema

    Poema en español
    Pavane pour un enfant défunt

    A mi tía Margot 
     
    Se diría que está aún en la balaustra del balcón 
    mirando a nadie, llorando, 
    Se diría que eres aún visto como siempre 
    que eres aún en la tierra un niño difunto. 
    Se diría, se arriesga 
    el poema por alguien 
    como un disparo de pistola, 
    en la noche, en la noche sembrada 
    de ojos desiertos, los ojos solos 
    de monstruos. Todos nosotros somos 
    niños muertos, clavados en la balaustra como por encanto, 
    como sólo saben esperar los muertos. 
    Se diría que has muerto y eres alguien por fin, 
    un retrato en la pared de los muertos, 
    un retrato de cumpleaños con velas para los muertos. 
    Pero a nadie le importan los niños, los muertos, 
    a nadie los niños que viajan solos por el país de los muertos, 
    y para qué, te dices, abrir los ojos al país de los ciegos, abrir los ojos hoy, 
    mañana, para siempre. Era mejor Oeste, tierras vírgenes, héroes en los ojos 
    de un cine desesperado, y los dioses que matan a los hombres feroces, 
    los dioses más feroces que los hombres 
    los dioses crueles de la infancia, los dioses 
    de la inocente crueldad, pensabas que se alimentan de ciegos 
    y de quienes mendigan su ser en una picaresca sórdida, 
    si hombres hay, homicida. Pero aventura no hay, lo sabes, 
    más que por alguien, para alguien, como un poema, 
    como el riesgo de un vuelo en el aire sin tránsito. Y es por ello 
    por lo que no hay infancia en el país desierto. Por ello también 
    por lo que nadie podría jamás sospechar que conservas esa 
    belleza demente de la infancia, ese furor contra lo útil de tu cuerpo, 
    y esa mudez en los ojos, esa belleza 
    sólo vendible al cielo del suicidio, sólo a esos ojos: esa existencia. 
    Pero la vida sigue como el puente de Eliot, 
    como un puente de muertos o un flujo 
    de sombras que se cogen 
    de la mano ciega en el lodo para saber que están muertos y viven. Esa vida de la que hablan 
    en el infierno, entre sí los muertos, los alucinados, los absurdos, 
    los orgullosos sonámbulos disputando con sangre 
    una certeza alucinante; es un fuerte dios pardo. 
    Una basta tragedia que hacen 
    por navidades, los viejecitos, los difuntos, 
    con personas de olvido, con máscaras y ritos de otros tiempos, 
    rótulos de neón y fuegos fatuos: así obra desde entonces, 
    desde entonces, esa raza 
    misteriosa que pasa a tu lado sin mirarte o mirarse, 
    desde entonces, desde el día primero 
    en que te asomaste con pánico a su delirio. Desde que viven, quizá, 
    desde que no hay tiempo sino destino y trazo 
    de vida invulnerable a la decisión de una mirada fuerte. 
    Quien es visto o quien cae en ese río sordo 
    es lo mismo, es un muerto 
    que se levanta día tras día para 
    mendigar la mirada. 
    Porque todos llevamos dentro un niño muerto, llorando, 
    que espera también esta mañana, esta tarde como siempre 
    festejar con los Otros, los invisibles, los lejanos 
    algún día por fin su cumpleaños. 

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