Cuando volvéis a la ciudad, vencejos,
acaso regresáis como si nada
hubiera sucedido desde entonces,
como si este verano fuera el mismo
que dejasteis ayer flotando inmersos
en el giro sin fin de vuestro grito.
No huyas, no te marches con la brisa,
que tú tienes la culpa de este cielo
ingrávido y perplejo de septiembre,
esta luz en declive que atardece
por todas las esquinas.
Nada tienen que ver las estaciones
con este cielo claro que oscurece
con este cielo ingrávido y perplejo
pintado sobre el lienzo de la tarde
con un azul tan limpio que hasta duele.
No quieras evadir tu servidumbre,
autor irresponsable
de un cielo que parece de mentira
No eludas tu pecado, yo te nombro
culpable del instante prodigioso,
del índigo destello,
del mágico color de este crepúsculo.
No digas que este albor no es tu delito:
tú eres el artífice de un tiempo
bruñido de fulgores y sonrisas,
un tiempo en que rodando se suceden
las horas de la siesta y del paseo,
cerúleas e irreales como el cielo
que tiñes con el haz de tus pestañas.
Por todo, por la luz, por el invierno,
por esta apoteosis de la tarde,
por este cielo ingrávido y perplejo
manchado de un añil escandaloso,
por todo, te condeno:
vagarás sin descanso entre los versos
de esta oda celeste y desvelada,
cautivo del poema en que celebro
la azul impunidad de tu distancia.