Qué lejos se oye hoy aquella letra, qué distancia en el aire, los frágiles compases, la vieja cantinela de la comba.
Qué quieta permanece en el recuerdo la niña de las trenzas, qué inmóvil en su orilla va contando las vueltas uniformes, los giros casi mágicos del cabo. Y el dulce cosquilleo que le sube trepando por las tripas apenas la arrebata de ese trance. Muñeca embelesada, se ha lanzado al eco persistente de la cinta, al hueco que dibuja sobre el cielo el ritmo sincopado de la cuerda.
Qué quieta permanece en el recuerdo la niña de las trenzas, sumida en ese círculo vacío que juega a recogerla en sus entrañas: el látigo del tiempo que llega y que se marcha mientras ella sortea los vaivenes de su envite con técnica cadencia.
Y así pasa la tarde entre las brisas, pretérita y absorta. Qué lejana su voz y su distancia. Qué inmóvil permanece en el recuerdo su dicha sin objeto. La barca impetuosa de las horas, azota su minúscula alegría, su cándida ignorancia de niña tan bonita, que salta y se detiene y va cantando que no paga dinero todavía.
Cuando volvéis a la ciudad, vencejos, acaso regresáis como si nada hubiera sucedido desde entonces, como si este verano fuera el mismo que dejasteis ayer flotando inmersos en el giro sin fin de vuestro grito.
Otra vez la mañana enciende y señorea mis sentidos en un rapto de luz que los suspende más allá de las cosas. No hay tinieblas, nada más que la luz, pura y sencilla.
El alma de los días, la columna vertebral que mantiene encendido el afán de ir transitándolos es que algo suceda, que algo pase en la estanca quietud de su mudanza.
No huyas, no te marches con la brisa, que tú tienes la culpa de este cielo ingrávido y perplejo de septiembre, esta luz en declive que atardece por todas las esquinas.