El alma de los días, la columna vertebral que mantiene encendido el afán de ir transitándolos es que algo suceda, que algo pase en la estanca quietud de su mudanza.
Cual si nada ocurriese cuando el trigo que rodea las sendas del verano se quiebra en una ráfaga de viento, o esa torpe alegría del agua cuando abren, en la hora del riego las compuertas del mundo y se escucha el rumor de toda aquella sed que se termina, o el giro de la luz, o el pentagrama que las aves escriben en el cielo, o una mesa tendida, con el sol sobre el pan y algún vaso de vino.
Es absurdo pensar lo que nos llena, lo que colma los días, lo que estalla cumpliendo ese deseo de ser más, más intensos, más lejanos.
Quizás lo que nos salva son los raros momentos en que no pasa nada.
Cuando volvéis a la ciudad, vencejos, acaso regresáis como si nada hubiera sucedido desde entonces, como si este verano fuera el mismo que dejasteis ayer flotando inmersos en el giro sin fin de vuestro grito.
Otra vez la mañana enciende y señorea mis sentidos en un rapto de luz que los suspende más allá de las cosas. No hay tinieblas, nada más que la luz, pura y sencilla.
El alma de los días, la columna vertebral que mantiene encendido el afán de ir transitándolos es que algo suceda, que algo pase en la estanca quietud de su mudanza.
No huyas, no te marches con la brisa, que tú tienes la culpa de este cielo ingrávido y perplejo de septiembre, esta luz en declive que atardece por todas las esquinas.