Cuando volvéis a la ciudad, vencejos,
acaso regresáis como si nada
hubiera sucedido desde entonces,
como si este verano fuera el mismo
que dejasteis ayer flotando inmersos
en el giro sin fin de vuestro grito.
El alma de los días, la columna
vertebral que mantiene
encendido el afán de ir transitándolos
es que algo suceda, que algo pase
en la estanca quietud de su mudanza.
Cual si nada ocurriese cuando el trigo
que rodea las sendas del verano
se quiebra en una ráfaga de viento,
o esa torpe alegría
del agua cuando abren,
en la hora del riego
las compuertas del mundo
y se escucha el rumor
de toda aquella sed que se termina,
o el giro de la luz, o el pentagrama
que las aves escriben en el cielo,
o una mesa tendida,
con el sol sobre el pan
y algún vaso de vino.
Es absurdo pensar lo que nos llena,
lo que colma los días,
lo que estalla cumpliendo ese deseo
de ser más, más intensos, más lejanos.
Quizás lo que nos salva
son los raros momentos
en que no pasa nada.