Amor, de Manuel Acuña | Poema

    Poema en español
    Amor

    ¡Amar a una mujer, sentir su aliento, 
    y escuchar a su lado 
    lo dulce y armonioso de su acento; 
    tener su boca a nuestra boca unida 
    y su cuello en el nuestro reclinado, 
    es el placer más grato de la vida, 
    el goce más profundo 
    que puede disfrutarse sobre el mundo! 

    Porque el amor al hombre es tan preciso, 
    como el agua a las flores, 
    como el querube ardiente al paraíso; 
    es el prisma de mágicos colores 
    que transforma y convierte 
    las espinas en rosas, 
    y que hace bella hasta la misma muerte 
    a pesar de sus formas espantosas. 

    Amando a una mujer, olvida el hombre 
    hasta su misma esencia, 
    sus deberes más santos y su nombre; 
    no cambia por el cielo su existencia; 
    y con su afán y su delirio, loco, 
    acaricia sonriendo su creencia, 
    y el mundo entero le parece poco... 

    Quitadle al zenzontle la armonía, 
    y al águila su vuelo, 
    y al iluminar espléndido del día 
    el azul pabellón del ancho cielo, 
    y el mundo seguirá... Mas la criatura, 
    del amor separada 
    morirá como muere marchitada 
    la rosa blanca y pura 
    que el huracán feroz deja tronchada; 
    como muere la nube y se deshace 
    en perlas cristalinas 
    cuando le hace falta un sol que la sostenga 
    en la etérea región de las ondinas. 

    ¡Amor es Dios!, a su divino fiat 
    brotó la tierra con sus gayas flores 
    y sus selvas pobladas 
    de abejas y de pájaros cantores, 
    y con sus blancas y espumosas fuentes 
    y sus limpias cascadas 
    cayendo entre las rocas a torrentes; 
    brotó sin canto ni armonía... 

    Hasta que el beso puro de Adán y Eva, 
    resonando en el viento, 
    enseñó a las criaturas ese idioma, 
    ese acento magnífico y sublime 
    con que suspira el cisne cuando canta 
    y la tórtola dulce cuando gime. 

    ¡Amor es Dios!, y la mujer la forma 
    en que encarna su espíritu fecundo; 
    él es el astro y ella su reflejo, 
    él es el paraíso y ella el mundo... 
    Y vivir es amar. A quien no ha sentido 
    latir el corazón dentro del pecho 
    del amor al impulso, 
    no comprende las quejas de la brisa 
    que vaga entre los lirios de la loma, 
    ni de la virgen casta la sonrisa 
    ni el suspiro fugaz de la paloma. 

    ¡Existir es amar! Quien no comprende 
    esa emoción dulcísima y suave, 
    esa tierna fusión de dos criaturas 
    gimiendo en un gemido, 
    en un goce gozando 
    y latiendo en unísono latido... 

    Quien no comprende ese placer supremo, 
    purísimo y sonriente, 
    ese miente si dice que ha vivido; 
    si dice que ha gozado, miente. 

    Y el amor no es el goce de un instante 
    que en su lecho de seda 
    nos brinda la ramera palpitante; 
    no es el deleite impuro 
    que hallamos al brillar una moneda 
    del cieno y de la infamia entre lo oscuro; 
    no es la miel que provoca 
    y que deja, después que la apuramos, 
    amargura en el alma y en la boca... 

    Pureza y armonía, 
    ángeles bellos y hadas primorosas 
    en un Edén de luz y de poesía, 
    en un pensil de nardos y de rosas. 
    Todo es el amor. 

    Mundo en que nadie 
    llora o suspira sin hallar un eco; 
    fanal de bienandanza 
    que hace que siempre ante los ojos radie 
    la viva claridad de una esperanza. 

    El amor es la gloria, 
    la corona esplendente 
    con que sueña el genio de alma grande 
    que pulsa el arpa o el acero blande, 
    la virgen sonriente. 

    El Petrarca sin Laura, 
    no fuera el vate del sentido canto 
    que hace brotar suspiros en el pecho 
    y en la pupila llanto. 

    Y el Dante sin Beatriz no fuera el poeta 
    a veces dulce y tierno, 
    y a veces grande, aterrador y ronco 
    como el cantor salido del infierno... 

    Y es que el amor encierra 
    en su forma infinita 
    cuanto de bello el universo habita, 
    cuanto existe de ideal sobre la tierra. 

    Amor es Dios, el lazo que mantiene 
    en constante armonía 
    los seres mil de la creación inmensa; 
    y la mujer la diosa, 
    la encarnación sublime y sacrosanta 
    que la pradera con su olor inciensa 
    y que la orquesta del Supremo canta, 
    ¡Y salve, amor! emanación divina... 
    ...¡Tú, más blanca y más pura 
    que la luz de la estrella matutina! 

    ¡Salve, soplo de Dios!... 
    Y cuando mi alma 
    deje de ser un templo a la hermosura, 
    ven a arrancarme el corazón del pecho 
    ven a abrir a mis pies la sepultura. 

    Manuel Acuña nació en Saltillo (México) en 1849. Se inscribe en los estudios de Medicina en 1868, aunque se dedica principalmente a la Literatura. En 1869 funda la Sociedad Literaria Nezahualcóyotl y comienza a publicar sus primeros poemas en la revista Iberia. Su obra está caracterizada por un romanticismo vehemente y la oposición directa al racionalismo. Su novela El pasado (1872) y sobre todo sus poemas, rápidamente difundidos, se asemejan al estilo de autores clásicos del Romanticismo, como Espronceda o Heine. Sus poemas, entre los que destacan Ante un cadáver y Nocturno, fueron reunidos y publicados póstumamente en 1874, un año después del suicidio por amor del poeta, a los 24 años de edad.