Déjame, solo, en mi calle,
con mi farol y mi arena,
y esta barca de suspiros
con una cruz en la vela.
déjame, solo, en mi calle,
con mi mentira y mi pena,
y esta batalla de gritos
sin capitán ni bandera.
Mi calle ésta, desde anoche,
roja de amor y verbena,
turbia de besos y barro,
tibia de lunas y menta.
Mi casa está, desde anoche,
deslumbradora de estrellas,
con bombos por los rincones
y risas por las esteras.
Y yo te quiero, y te quiero,
y, sin embargo, quisiera
no tener pecho de espuma
ni corazón de candela.
Y yo te quiero y te quiero,
Y, sin embargo, quisiera
que mi amor se hubiera roto
como un vidrio en tu presencia.
Y yo no quiero quererte,
pero tu Amor se me enreda
lo mismo que una serpiente
de yerbaluisa y canela.
¿Para qué viniste anoche,
locura de mi verbena...?
¿Para qué viniste anoche,
si estaba mi agua serena,
y el corazón ya se había
acostumbrado a mi pena...?
¡Que yo no puedo quererte...!
¡Que tengo mi sangre en deuda!
¡Que en mi voz tengo candados
y en mi corazón cancelas!
¡Que mi caricia y mi grito
me obedecen a otras riendas,
y mi garganta y mis ojos
ya son almendro y almendras
en un cuello sin pecado
y en dos ojos de inocencia!
Anda..., vete de mi calle,
olvídate de mi puerta,
y déjame solo, ¡solo!,
con mi mentira y mi pena.
¡Ay, qué amargura sin nombre!
¡Ay, qué amargura sin tregua!,
éstas de quererte tanto,
y mentir de esta manera,
diciéndote con la copla
negra y agria de mi pena:
“Quítame el beso de anoche,
déjame, solo en mi calle,
y olvídate de mi nombre.”