Nuestra niñez no ha sido protegida por canciones de nácar, por símbolos de azúcar inefable o guirnaldas de estaño. Nuestra infancia sabía a hierba amarga, a guerra fratricida, sin fábulas azules ni leyendas. Enseguida supimos que la vida ─aquel tallo inocente─ nacía de una entraña ensangrentada que indicaba el camino hacia la luz, entre la carne rota. Que las madres guardaban recuerdos prenatales en su vientre. A esquirlas de metralla, a realidades, nos sacaron del mundo en que era fácil y feliz sin niño. Con obuses, con bombas conocimos la atroz mitología que izaban la palabras del lívido alarido de la herida. Hicimos colección de balas viejas usadas por la muerte. Nana feroz nos daban en la noche las sirenas de alarma y el agujero del terror oscuro del refugio antiaéreo que jugaba por el día con nosotros. Lo mismos que asexuales criaturas inventábamos juntos iguales violencias. (Una niña alunas veces vino, se me subió a los ojos lentamente y lloró en mis pupilas inexplicables ríos infantiles─) Y ese ha sido el preludio, la llegada a la tierra que vivo. Los indicios apenas de la vida repartida en dos seres y desdoblada, separada, aparte. La dura despedida del otro ser que se quedó en la muerte. Sin ser mujer, y sin tener infancia allí, en tierra de nadie, en tiempo neutro, en limbo sostenido, la niñez compañera era un capullo pálido, caído, ahogado entre la sangre en donde ser perdió la niña muerta. Pero siguió la muerte su camino y los hermanos eran allá en el frente, dioses luminosos, de guerreros antiguos resplandeciendo a un lado de la lucha, en el duro combate, en la carne mortal, herida y nuestra, mientras iba cayendo eterna lluvia en la herida infectada de acuchillados campos. En el hueso innumerable y joven del múltiple cadáver, y algo hembra, mujer, madre del luto, algo llamado España sollozaba.
Las guisabas con mimo, las amabas, porque tenían que ponemos fuerza en la sangre. Su hierro la querías para así apuntalamos y que entonces pudiéramos erguir algo de vida.
Nuestra niñez no ha sido protegida por canciones de nácar, por símbolos de azúcar inefable o guirnaldas de estaño. Nuestra infancia sabía a hierba amarga, a guerra fratricida, sin fábulas azules ni leyendas. Enseguida supimos que la vida
Y, con todo, ya veis, no tengo miedo. Lo tuve, sí, lo tuve cuando era la luna un círculo de luz helada, el agua una llamada irresistible, los árboles un grito monstruoso de la tierra, y mis manos un extraño temblor. Hoy no. Estoy libre, estoy atenta