No era el amor y se llamaba Antonio. Hablaba como un indio del Far- West: «hombre alto», «boca larga». Era de Fuengirola. y siempre había un teléfono donde llamarlo cuando -y reía- la noche era más larga, más amarga, más lenta. Por las villas de canos jubilados de Holanda, por la «suite» de la vieja dama inglesa, la viuda o divorciada más allá de los ácidos, por el apartamento oscuro del borracho, surgía su desnudo auroral como Jonia. Era animal de dicha y entraba fiel, ruidoso, un grueso calabrote de plata por el cuello... Sobre muebles de Herraiz o lacas chinas, biombo bermellón de zancudas doradas, o en raída moqueta o taquillones de castellano en serie, iba dejando las botas deportivas, los calcetines rojos, el pequeño taparrabos celeste, la camiseta como broquel de un pecho sin defensa. Portador de alegría, tal un dios de tobillos alados que bajara a los orcos humanos ahuyentaba la lágrima, la carta, los somníferos, la desesperación y su lívida mecha. Y una noche me dijo, su lengua por mi oído, «Quisiera haberme muerto».
El que todo lo ama con las manos despierta la caricia de las cítaras, siente el silencio y su pesada carne fluyendo como ungüento entre los dedos, lame la lenta lengua de sus manos el hueso de la tarde y sus sortijas se enredan en el ave adormecida
Porque es de noche y va cayendo el agua nos abrazamos, solos, en el viejo regazo del sofá en tanto suena la voz de Nat King Cole, triste y cálida rama de broncas ascuas crepitantes
Sólo tu amor y el agua... Octubre junto al río bañaba los racimos dorados de la tarde, y aquella luna odiosa iba subiendo, clara, ahuyentando las negras violetas de la sombra. Yo iba perdido, náufrago por mares de deseo, cegado por la bruma suave de tu pelo.
Alma felice che sovente torni... Petrarca, Soneto XIV
Alma feliz por siempre, pues lo fuiste un instante, vuelve, ligera corza de la dicha pasada, junto al frío torrente donde flota el recuerdo, donde la rosa última de fugitivas horas
No era el amor y se llamaba Antonio. Hablaba como un indio del Far- West: «hombre alto», «boca larga». Era de Fuengirola. y siempre había un teléfono donde llamarlo cuando -y reía- la noche era más larga, más amarga, más lenta.
Así te amaba, voz lejana, cuando decías: Amanecía entonces en la calle de Armas... Era un carro ruidoso de gaseosas, sifones y aguas medicinales donde la aurora, dulce, sonreía como en triunfal cuadriga de leonados caballos.
Oh, sí, la vida es como un bosque. Un bosque donde un día entramos confiados. Un bosque interminable que sólo acaba cuando creemos liberarnos de sus torpes lianas, de sus cicutas híbridas y de la saeta cómplice y venenosa de sus flores.
Entre la noche era la madreselva como de música y el sueño en nuestros párpados abejas que extraían de las lluviosas arpas del otoño un panal de violetas y silencio. Con un escalofrío se presentía entonces el amor fugitivo