Oh, sí, la vida es como un bosque.
Un bosque donde un día entramos confiados.
Un bosque interminable
que sólo acaba cuando creemos liberarnos de sus torpes lianas,
de sus cicutas híbridas
y de la saeta cómplice y venenosa de sus flores.
Cuando los ojos ya desencajados
creen haber encontrado el fin de la terrible pesadilla del bosque
y una luz de esperanza se enciende en las pupilas,
en las pupilas que al momento frías
quedarán como el límpido cristal de una custodia,
porque es sólo la muerte quien puede liberarnos,
sólo la muerte con su vaho pálido,
sólo la muerte es consuelo...
Pero la vida,
oh, sí, la vida es como un bosque.
Yo voy bajo los árboles que estrechan mi camino,
bajo alerces gigantes,
bajo sauces y álamos y castaños que estallan de esplendor a mi vista,
y a veces me detengo
y en las cortezas tiernas que esperan toda seña
escribo con las uñas mi destino.
Y cuando es primavera me diluyo en el aire violado de las lilas
e ingenuamente gozo
viendo abrirse la aguja blanca de los jazmines,
y el gorrión cansado de mi mirada
se posa en las mujeres desnudas que acechando por entre viejos árboles
son iguales que flores armoniosas
y mi boca se enreda en la culebra de sus pintados labios cuando huyen los
ángeles.
A veces pasan sombras por mi mismo camino.
Amigos o enemigos que se cruzan,
que pasan ocultando sus virtudes
o derramando el bálsamo agrio de sus pecados
donde innúmeros gusanos barbotean su hambre.
Pasan, y yo he sentido la delirante garra de un jaguar
que mecía con ternura mi corazón.
Era el amor.
Y amé las sombras que pasaban,
las sombras que pasaban soberbias con sus dones inaccesibles.
Amé la altivez escarlata de unos labios,
la línea noble de algún cuerpo ágil,
unas manos que se esquivan y se enlazan como palomas amantes,
el azul de la nieve en unos ojos,
y amé también las sombras que se ofrecían humildes.
Sentí sobre mi alma el halago suave y enervante de un terciopelo.
Era el odio.
Y bebí sediento de su copa, sorbo tras sorbo, tras caer rendido
en la tierra del bosque.
Y odié el cautivo pájaro de la sangre en el cuerpo,
los ónices prohibidos de las ojeras,
la estremecida música de los silencios
y el turbio vino amargo de los abrazos presentidos.
Oh, sí; la vida es como un bosque,
un bosque donde al alba resuenan las lejanas arpas suavísimas,
desvanecidos coros que tiemblan como telas de araña entre los árboles
y hay días en que el bosque serena todo viento
y se hace pequeño y casi débil como el nácar rosa de las caracolas
y es dulce pasear esos días por los senderos íntimos,
por las sonantes frondas,
hasta llegar junto a la fuente donde descansaríamos inmutables,
la fuente con el agua tantas veces anhelada,
la fuente que en sus ojos tiene nuestro reflejo.
Pero hay que seguir caminando porque la vida es como un bosque.
Un bosque donde sopla furioso un viento rojo
que roe nuestras carnes,
en esos días en que los árboles se doblan bajo huracanes de deseo
y los cuerpos gimen en las madrugadas de insomnio
bajo el dolor indescriptible de las caricias
y hasta las mismas estrellas derraman gota a gota su misteriosa sensualidad.
Y estos días teñidos con las ardientes flores del alazor
también pasan.
Oh, sí, la vida es como un bosque.
Un bosque sembrado de esqueletos y sal,
un bosque donde se balancean rígidos los ahorcados
en cada árbol.
Un bosque que se entristece en el otoño
con la verdina que oculta los párpados de los suicidas,
de los que quieren talar rápidamente
el bosque interminable
y su mirar se quedó cuajado para siempre en el crepúsculo.
Y en estos días
hay que gritar hasta que los espejos caigan hechos puñales
porque el pelo flotante de una mujer ahogada
pasó acariciando nuestros rostros.
Gritar, gritar... Por el camino pasarán las sombras
y nadie preguntará por nuestro grito.
Solamente los perros aullarán temerosos a la muerte o la luna
y el grito hecho columna
será lo único que pueda sostenernos,
Pero, lejos, ¿no se oyen las flautas?
Oh, sí, la vida es como un bosque.