Así te amaba, voz lejana, cuando decías:
Amanecía entonces en la calle de Armas...
Era un carro ruidoso de gaseosas, sifones y aguas medicinales
donde la aurora, dulce, sonreía
como en triunfal cuadriga de leonados caballos.
Cantaban, enjauladas, desde los hondos patios, las perdices,
y el santero enlazaba de frescos heliotropos
el centro de la Virgen del Socorro.
Abrían los torneros sus puertas,
y en la tienda cercana de tejidos
colgaban de las perchas, rígidos, los capotes
y las listadas telas flameaban al indolente aire
como paramentos suntuosos abatidos sobre murientes fiestas.
Las barberías humildes,
el azogue manchado del espejo,
irisaban de un rosa pálido de pomadas,
de un azul de colonias, de verdes brillantinas,
como un pavo real entreabriendo el ocaso purpúreo de su cola.
Y los moldes de lata para dulces,
las jaulas, las parrillas, los grandes rayadores,
como escudos vencidos de guerreros,
colgaban en la puerta del latonero hábil,
donde el estaño finge un pez que salta líquido.
En el número 7 de la calle de Armas,
al pasar, el estío soplaba sus vaharadas de esencias turbadoras:
inmóvil mediodía en las eras calientes
cuando un sátiro joven deja caer el chorro de agua de su flauta.
Allí estaban las hoces, las trallas, los rastrillos,
las cribas, los sombreros de segador, los bieldos,
y Junio respiraba coronado de adelfas
que mustian los deseos con sus labios ardientes.
Sobre grandes canastos
se encontraban la yesca y el laurel victorioso,
las navajas y el huevo de zurcir calcetines;
y en papeles aparte, la sal y los cominos,
el azafrán bermejo, como cabellos cárdenos de corsarios turquíes,
el orégano amargo y el perejil fragante.
María Francisca, abeja en panal de almidón,
con delantales blancos de caladas vainicas, por la confitería
repartía la dicha en cajas de sorpresa,
con estampas brillantes de fabulosos pájaros en selvas irreales
y misteriosas cruces que acercando a los ojos,
enseñaban la casa santa de Loreto
o la gruta de Lourdes.
Cuando la tienda estaba dormida en la bateas al sopor de las moscas,
sus prodigiosas manos,
con tibias tenacillas y el ámbar de sus uñas,
rizaban los manteles albos de los altares,
los amitos, roquetes, los finos pañizuelos eucarísticos
y los mismos repliegues, idénticas cenefas
que bordaban de crema los pasteles de hojaldre,
cándidas margaritas, abullonadas nubes,
rodeaban el sacro pelícano sangrante
y el vellón inocente del Agnus Dei.
Con un largo quejido
anunciaba el sillero amarillas aneas,
y el vendedor de cuadros extendía sus cromos
donde una mujer rubia, con el cabello suelto
y felpa de brillantes,
desde una rosaleda, arrojaba a los cisnes blancos copos de almendro,
mientras la muerte rema, adornada de flores,
por el viejo taller del relojero,
en la dorada barca del tiempo, al compás de la péndola.
tenue cual la guadaña abatiendo las mieses.
Así, lejana, voz perdida, te amaba cuando decías:
Era el amanecer en la calle de Armas...
El que todo lo ama con las manos
despierta la caricia de las cítaras,
siente el silencio y su pesada carne
fluyendo como ungüento entre los dedos,
lame la lenta lengua de sus manos
el hueso de la tarde y sus sortijas
se enredan en el ave adormecida
Noche oscura
San Juan de la Cruz
Porque es de noche y va cayendo el agua
nos abrazamos, solos, en el viejo
regazo del sofá en tanto suena
la voz de Nat King Cole, triste y cálida
rama de broncas ascuas crepitantes
Sólo tu amor y el agua... Octubre junto al río
bañaba los racimos dorados de la tarde,
y aquella luna odiosa iba subiendo, clara,
ahuyentando las negras violetas de la sombra.
Yo iba perdido, náufrago por mares de deseo,
cegado por la bruma suave de tu pelo.
Alma felice che sovente torni...
Petrarca, Soneto XIV
Alma feliz por siempre, pues lo fuiste un instante,
vuelve, ligera corza de la dicha pasada,
junto al frío torrente donde flota el recuerdo,
donde la rosa última de fugitivas horas
Oh, sí, la vida es como un bosque.
Un bosque donde un día entramos confiados.
Un bosque interminable
que sólo acaba cuando creemos liberarnos de sus torpes lianas,
de sus cicutas híbridas
y de la saeta cómplice y venenosa de sus flores.
No era el amor y se llamaba Antonio.
Hablaba como un indio del Far- West:
«hombre alto», «boca larga». Era de Fuengirola.
y siempre había un teléfono donde llamarlo cuando
-y reía-
la noche era más larga, más amarga, más lenta.
Así te amaba, voz lejana, cuando decías:
Amanecía entonces en la calle de Armas...
Era un carro ruidoso de gaseosas, sifones y aguas medicinales
donde la aurora, dulce, sonreía
como en triunfal cuadriga de leonados caballos.
Entre la noche era la madreselva como de música
y el sueño en nuestros párpados abejas que extraían
de las lluviosas arpas del otoño
un panal de violetas y silencio.
Con un escalofrío se presentía entonces el amor fugitivo