Exacto y cotidiano el cielo se derrama como un oscuro vino, se agazapa a dormir en los zaguanes, endurece los patios, los postigos, enciende las pupilas de los gatos. En las mezquinas calles minuciosos golpean los pasos de la frágil solterona que sabe que no hay luz en su ventana. En el aire hay olor a col hervida y detrás de la ropa que aporrea la piedra un canto de mujer abre la noche. Es la hora en que el joven travesti se acomoda los senos frente al espejo roto de la cómoda, y una muchacha ensaya otro peinado y echa esmalte en el hueco de sus medias de seda. Abre la viuda el closet y llora con urgencia entre trajes marrón y olor a naftalina, y un pubis fresco y unos muslos blancos salen del maletín del agente viajero. Un alboroto de ollas revuelca la cocina del restaurante donde un viejo duerme contra el sucio papel de mariposas, mientras como una red sin agujeros nos envuelve la noche por los cuatro costados.
No hay cicatriz, por brutal que parezca, que no encierre belleza. Una historia puntual se cuenta en ella, algún dolor. Pero también su fin. Las cicatrices, pues, son las costuras de la memoria, un remate imperfecto que nos sana dañándonos. La forma
“Así soy yo, como esa música triste y alegre a un mismo tiempo”. Y te amo en el olor que tiene mi cuerpo de tu cuerpo, en la feliz canción que vuelve y vuelve y vuelve a mi tristeza. En el día aterido que tú estás respirando no sé dónde.
Por el camino de tu lengua yo podría llegar hasta la negra Abisinia o cabalgar hasta Bengala o Nankin porque ella es sabia como un viejo maestro que enseña sobre el cielo las rutas de los pálidos cometas
Exacto y cotidiano el cielo se derrama como un oscuro vino, se agazapa a dormir en los zaguanes, endurece los patios, los postigos, enciende las pupilas de los gatos. En las mezquinas calles minuciosos golpean