Tu voz. Sólo tu tibia y sinuosa voz de leche. Sólo un aliento gutural, silbante, modulado entre carne, tiernamente modulado entre almohadas de incontenible pasmo, bordeando las simas del gemido, del estertor acaso. Como un tacto de fina piel abierta. Como un espeso y claro líquido absorbente que envuelve tus adentros, que te sube del sexo mismo hasta los labios, que recorre tus dulces cavidades antes de ser el soplo caliente y sensorial que nos sumerge.
Tu masticada voz, que te desnuda sutilmente, insidiosamente, como si en derredor de tu cintura fuese creando y disipando al mismo tiempo mil velos transparentes de saliva.
Tu voz resuelta en quejas y mohines que trasmina como un olor a cuerpo, un tierno olor sedoso que se propaga en ondas, que nos roza tan delicadamente, que es posible sentirlo por las manos y en las piernas.
Tu voz labial, visible, como gustando el aire, como dando forma a posibles moldes para besos. Tu voz de oscura selva con riachuelos.
Clavado aquí, en mi hombría, oigo tu voz, que late entre mis dientes, y enmudezco la radio, y cierro el gesto. Porque tú ya estás muerta; porque hace largos meses que estás muerta y aún es posible el grito enfebrecido.
Oigo tu voz carnal, y me pregunto qué pasa aquí. Si acaso es esto un nuevo pecado, o un castigo.
Tu voz. Sólo tu tibia y sinuosa voz de leche. Sólo un aliento gutural, silbante, modulado entre carne, tiernamente modulado entre almohadas de incontenible pasmo, bordeando las simas del gemido, del estertor acaso.
Se fue, no tan despacio que no hubiera un desajuste tenue en la calima del asfalto, y su falda parecía más triste en el andar y hubo como una duda, o tal vez no, y la acera se fue estrechando al alejarse y, luego, pareció, quizás fuera