Porque éramos amigos y a ratos, nos amábamos; quizá para añadir otro interés a los muchos que ya nos obligaban decidimos jugar juegos de inteligencia.
Pusimos un tablero enfrente equitativo en piezas, en valores, en posibilidad de movimientos. Aprendimos las reglas, les juramos respeto y empezó la partida.
Henos aquí hace un siglo, sentados, meditando encarnizadamente como dar el zarpazo último que aniquile de modo inapelable y, para siempre, al otro.
¿Por qué decir nombres de dioses, astros espumas de un océano invisible, polen de los jardines más remotos? Si nos duele la vida, si cada día llega desgarrando la entraña, si cada noche cae convulsa, asesinada.
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día; este cabello triste que se cae cuando te estás peinando ante el espejo. Esos túneles largos que se atraviesan con jadeo y asfixia; las paredes sin ojos, el hueco que resuena
Amigo, no es posible ni nacer ni morir sino con otro. Es bueno que la amistad le quite al trabajo esa cara de castigo y a la alegría ese aire ilícito de robo.
Hablábamos la lengua de los dioses, pero era también nuestro silencio igual al de las piedras. Éramos el abrazo de amor en que se unían el cielo con la tierra.
El sitio que dejó vacante Homero, el centro que ocupaba Scherezada (o antes de la invención del lenguaje, el lugar en que se congregaba la gente de la tribu para escuchar al fuego) ahora está ocupado por la Gran Caja Idiota.