Monólogo de la extranjera, de Rosario Castellanos | Poema

    Poema en español
    Monólogo de la extranjera

    Vine de lejos. Olvidé mi patria. 
    Ya no entiendo el idioma 
    que allá usan de moneda o herramienta. 
    Alcancé la mudez mineral de la estatua. 
    Pues la pereza y el desprecio y algo 
    que no sé discernir me han defendido 
    de este lenguaje, de este terciopelo 
    pesado, recamado de joyas, con que el pueblo 
    donde vivo, recubre sus harapos. 

    Esta tierra, lo mismo que la otra de mi infancia, 
    tiene aún en su rostro, 
    marcada a fuego y a injusticia y crimen, 
    su cicatriz de esclava. 
    Ay, de niña dormía bajo el arrullo ronco 
    de una paloma negra: una raza vencida. 
    Me escondía entre las sábanas 
    porque un gran animal 
    acechaba en la sombra, hambriento, y sin embargo 
    con la paciencia dura de la piedra. 
    Junto a él ¿qué es el mar o la desgracia 
    o el rayo del amor 
    o la alegría que nos aniquila? 

    Quiero decir, entonces, 
    que me fue necesario crecer pronto 
    (antes de que el terror me devorase) 
    y partir y poner la mano firme 
    sobre el timón y gobernar la vida. 

    Demasiado temprano 
    escupí en los lugares 
    que la plebe consagra para la reverencia. 
    Y entre la multitud yo era como el perro 
    que ofende con su sarna y su fornicación 
    y su ladrido inoportuno, en medio 
    del rito y la importante ceremonia. 

    Y bien. La juventud, 
    aunque grave, no fue mortal del todo. 
    Convalecí. Sané. Con pulso hábil 
    aprendí a sopesar el éxito, el prestigio, 
    el honor, la riqueza. 
    Tuve lo que el mediocre envidia, lo que los 
    triunfadores disputan y uno solo arrebata. 
    Lo tuve y fue como comer espuma, 
    como pasar la mano sobre el lomo del viento. 

    El orgullo supremo es la suprema 
    renunciación. No quise 
    ser el astro difunto 
    que absorbe luz prestada para vivificarse. 
    Sin nombre, sin recuerdos, 
    con una desnudez espectral, giro 
    en una breve órbita doméstica. 

    Pero aun así fermento 
    en la imaginación espesa de los otros. 
    Mi presencia ha traído 
    hasta esta soñolienta ciudad de tierra adentro 
    un aliento salino de aventura. 

    Mirándome, los hombres recuerdan que el destino 
    es el gran huracán que parte ramas 
    y abate firmes árboles 
    y establece en su imperio 
    -sobre la mezquindad de lo humano- la ley 
    despiadada del cosmos. 

    Me olfatean desde lejos las mujeres y sueñan 
    lo que las bestias de labor, si huelen 
    la ráfaga brutal de la tormenta. 
    Cumplo también, delante del anciano, 
    un oficio pasivo: 
    el de suscitadora de leyendas. 

    Y cuando, a medianoche, 
    abro de par en par las ventanas, es para 
    que el desvelado, el que medita a muerte, 
    y el que padece el lecho de sus remordimientos 
    y hasta el adolescente 
    (bajo de cuya sien arde la almohada) 
    interroguen lo oscuro de mi persona. 

    Basta. He callado más de lo que he dicho. 
    Tostó mi mano el sol de las alturas 
    y en el dedo que dicen aquí «del corazón» 
    tengo un anillo de oro con un sello grabado. 

    El anillo que sirve 
    para identificar a los cadáveres.