Vine de lejos. Olvidé mi patria.
Ya no entiendo el idioma
que allá usan de moneda o herramienta.
Alcancé la mudez mineral de la estatua.
Pues la pereza y el desprecio y algo
que no sé discernir me han defendido
de este lenguaje, de este terciopelo
pesado, recamado de joyas, con que el pueblo
donde vivo, recubre sus harapos.
Esta tierra, lo mismo que la otra de mi infancia,
tiene aún en su rostro,
marcada a fuego y a injusticia y crimen,
su cicatriz de esclava.
Ay, de niña dormía bajo el arrullo ronco
de una paloma negra: una raza vencida.
Me escondía entre las sábanas
porque un gran animal
acechaba en la sombra, hambriento, y sin embargo
con la paciencia dura de la piedra.
Junto a él ¿qué es el mar o la desgracia
o el rayo del amor
o la alegría que nos aniquila?
Quiero decir, entonces,
que me fue necesario crecer pronto
(antes de que el terror me devorase)
y partir y poner la mano firme
sobre el timón y gobernar la vida.
Demasiado temprano
escupí en los lugares
que la plebe consagra para la reverencia.
Y entre la multitud yo era como el perro
que ofende con su sarna y su fornicación
y su ladrido inoportuno, en medio
del rito y la importante ceremonia.
Y bien. La juventud,
aunque grave, no fue mortal del todo.
Convalecí. Sané. Con pulso hábil
aprendí a sopesar el éxito, el prestigio,
el honor, la riqueza.
Tuve lo que el mediocre envidia, lo que los
triunfadores disputan y uno solo arrebata.
Lo tuve y fue como comer espuma,
como pasar la mano sobre el lomo del viento.
El orgullo supremo es la suprema
renunciación. No quise
ser el astro difunto
que absorbe luz prestada para vivificarse.
Sin nombre, sin recuerdos,
con una desnudez espectral, giro
en una breve órbita doméstica.
Pero aun así fermento
en la imaginación espesa de los otros.
Mi presencia ha traído
hasta esta soñolienta ciudad de tierra adentro
un aliento salino de aventura.
Mirándome, los hombres recuerdan que el destino
es el gran huracán que parte ramas
y abate firmes árboles
y establece en su imperio
-sobre la mezquindad de lo humano- la ley
despiadada del cosmos.
Me olfatean desde lejos las mujeres y sueñan
lo que las bestias de labor, si huelen
la ráfaga brutal de la tormenta.
Cumplo también, delante del anciano,
un oficio pasivo:
el de suscitadora de leyendas.
Y cuando, a medianoche,
abro de par en par las ventanas, es para
que el desvelado, el que medita a muerte,
y el que padece el lecho de sus remordimientos
y hasta el adolescente
(bajo de cuya sien arde la almohada)
interroguen lo oscuro de mi persona.
Basta. He callado más de lo que he dicho.
Tostó mi mano el sol de las alturas
y en el dedo que dicen aquí «del corazón»
tengo un anillo de oro con un sello grabado.
El anillo que sirve
para identificar a los cadáveres.