Sólo la voz, la piel, la superficie Pulida de las cosas.
Basta. No quiere más la oreja, que su cuenco Rebalsaría y la mano ya no alcanza A tocar más allá.
Distraída, resbala, acariciando Y lentamente sabe del contorno. Se retira saciada Sin advertir el ulular inútil De la cautividad de las entrañas Ni el ímpetu del cuajo de la sangre Que embiste la compuerta del borbotón, ni el nudo Ya para siempre ciego del sollozo.
El que se va se lleva su memoria, Su modo de ser río, de ser aire, De ser adiós y nunca.
Hasta que un día otro lo para, lo detiene Y lo reduce a voz, a piel, a superficie Ofrecida, entregada, mientras dentro de sí La oculta soledad aguarda y tiembla.
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día; este cabello triste que se cae cuando te estás peinando ante el espejo. Esos túneles largos que se atraviesan con jadeo y asfixia; las paredes sin ojos, el hueco que resuena
Hablábamos la lengua de los dioses, pero era también nuestro silencio igual al de las piedras. Éramos el abrazo de amor en que se unían el cielo con la tierra.
El sitio que dejó vacante Homero, el centro que ocupaba Scherezada (o antes de la invención del lenguaje, el lugar en que se congregaba la gente de la tribu para escuchar al fuego) ahora está ocupado por la Gran Caja Idiota.
No, no es la solución tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi ni apurar el arsénico de Madame Bovary ni aguardar en los páramos de Ávila la visita del ángel con venablo antes de liarse el manto a la cabeza y comenzar a actuar.