No la vi. Llegué tarde, como todos, y alcancé nada más la lentitud púrpura de la cauda; la atmósfera vibrante de aria recién cantada.
Ella no. Y era más que plenitud su ausencia y era más que esponsales y era más que semilla en que madura el tiempo: esperanza o nostalgia.
Sueña, no está. Imagina, no es. Recuerda, se sustituye, inventa, se anticipa, dice adiós o mañana.
Si sonríe, sonríe desde lejos, desde lo que será su memoria, y saluda desde Su antepasado pálido por la muerte.
Porque no es el cisne. Porque si la señalas señalas una sombra en la pupila profunda de los lagos y del esquife sólo la estela y de la nube el testimonio del poder del viento.
Presencia prometida, evocada. Presencia posible del instante en que cuaja el cristal, en que se manifiesta el corazón del fuego.
Para el amor no hay cielo, amor, sólo este día; este cabello triste que se cae cuando te estás peinando ante el espejo. Esos túneles largos que se atraviesan con jadeo y asfixia; las paredes sin ojos, el hueco que resuena
El sitio que dejó vacante Homero, el centro que ocupaba Scherezada (o antes de la invención del lenguaje, el lugar en que se congregaba la gente de la tribu para escuchar al fuego) ahora está ocupado por la Gran Caja Idiota.
Hablábamos la lengua de los dioses, pero era también nuestro silencio igual al de las piedras. Éramos el abrazo de amor en que se unían el cielo con la tierra.
No, no es la solución tirarse bajo un tren como la Ana de Tolstoi ni apurar el arsénico de Madame Bovary ni aguardar en los páramos de Ávila la visita del ángel con venablo antes de liarse el manto a la cabeza y comenzar a actuar.