En medio de los adioses de los pañuelos blancos
llega la aurora con su desnudo de bronce
con esa dureza juvenil
que a veces resiste hasta el mismo amor.
Llega con su cuerpo sonoro
donde sólo los besos resultan todavía fríos,
pero donde el sol se rompe ardientemente
para iluminar en redondo el paisaje vencido.
Si en las cercanías un río imita una curva,
no confundirlo, no, con un brazo;
si más arriba quiere formarse una montaña,
apenas si conseguirá imitar algún hombro,
y si un pájaro repasa velozmente
no faltará quien lo equivoque con unos dientes ligeros.
La blancura no existe.
La amarillez vivísima,
el color rosa naciente,
el incipiente rojo
son como ondas sobrepasándose hasta derribarse en el seno,
donde el día se vierte tumultuosamente.
Quizá por la garganta del cuerpo juvenil
los rojos pececillos circulan,
se extinguen,
los besos son burbujas,
son ese gris que falla en el fondo de la copa
cuando alguno intenta acercarle los labios;
son ese ojo profundo sin párpado que en el fondo
demuestra con su fijeza que nunca ha de acabarse.
Pero el viento no puede lastimar ese cuerpo,
ni los brazos del amor conseguirán disminuir la fina cintura,
ni esas redondas manos pasajeras
reducirán a calor los pechos liberados.
El cabello ondea como la piedra más reciente,
roca nueva insumisa rebelde a sus límites,
la que jamás encerrada en un puño
cantará la canción de los labios apretados.
El sol o el agua luminosa
bruñe la superficie erguidísima,
donde nunca un pájaro detendrá su bola de pluma,
ni se amarán por parejas bajo los brazos fríos.
Una boca con alas del tamaño de la nieve
pone en el cuello su carbón encendido.
Brota una mariposa de cristal impasible,
espejo hacia el cenit que repugna las luces.