Después de cada guerra alguien tiene que limpiar. No se van a ordenar solas las cosas, digo yo.
Alguien debe echar los escombros a la cuneta para que puedan pasar los carros llenos de cadáveres.
Alguien debe meterse entre el barro, las cenizas, los muelles de los sofás, las astillas de cristal y los trapos sangrientos.
Alguien tiene que arrastrar una viga para apuntalar un muro, alguien poner un vidrio en la ventana y la puerta en sus goznes.
Eso de fotogénico tiene poco y requiere años. Todas las cámaras se han ido ya a otra guerra.
A reconstruir puentes y estaciones de nuevo. Las mangas quedarán hechas jirones de tanto arremangarse.
Alguien con la escoba en las manos recordará todavía cómo fue. Alguien escuchará asintiendo con la cabeza en su sitio. Pero a su alrededor empezará a haber algunos a quienes les aburra.
Todavía habrá quien a veces encuentre entre hierbajos argumentos mordidos por la herrumbre, y los lleve al montón de la basura.
Aquellos que sabían de qué iba aquí la cosa tendrán que dejar su lugar a los que saben poco. Y menos que poco. E incluso prácticamente nada.
En la hierba que cubra causas y consecuencias seguro que habrá alguien tumbado, con una espiga entre los dientes, mirando las nubes.
Hay catálogos de catálogos. Hay poemas sobre poemas. Hay obras sobre actores representadas por actores. Cartas motivadas por cartas. Palabras que sirven para explicar palabras. Cerebros ocupados en estudiar el cerebro.
Pido perdón al azar por llamarlo necesidad. Pido perdón a la necesidad por si me equivoco. Que no se enoje la suerte por apropiármela. Que no me reprochen los muertos la palidez de mis recuerdos.
Leemos las cartas de los difuntos como impotentes dioses, pero dioses a fin de cuentas porque conocemos las fechas posteriores. Sabemos qué dinero no ha sido devuelto. Con quién se casaron rápidamente las viudas. Pobres difuntos, inocentes difuntos,