Serán las madres las que digan: Basta. Esas mujeres que acarrean siglos de laboreo dócil, de paciencia, igual que vacas mansas y seguras que tristemente alumbran y consienten con un mugido largo y quejumbroso el robo y sacrificio de su cría.
Es hora de echar cuentas. Retiraos. Dejad ese bullicio del paseo, la mesa del café, la santa misa, y el bello editorial de los periódicos. Entrad en vuestra alcoba. Echad la llave. Quitaos la corbata y la careta, iluminad el fondo del espejo,
No quiero que los besos se paguen ni la sangre se venda ni se compre la brisa ni se alquile el aliento. No quiero que el trigo se queme y el pan se escatime.
Si un niño agoniza, poco a poco, en silencio, con el vientre abombado y la cara de greda. Si un bello adolescente se suicida una noche tan sólo porque el alma le pesa demasiado. Si una madre maldice soplando las cenizas.
Si todos nos sintiéramos hermanos. (Pues la sangre de un hombre, ¿no es igual a otra sangre?) Si nuestra alma se abriera (¿No es igual a otras almas?) Si fuéramos humildes. (El peso de las cosas, ¿no iguala la estatura?)
¿Qué vale una mujer? ¿Para qué sirve una mujer viviendo en puro grito? ¿Qué puede una mujer en la riada donde naufragan tantos superhombres y van desmoronándose las frentes alzadas como diques orgullosos cuando las aguas discurrían lentas?