Romance del enamorado y la muerte, de Anónimo | Poema

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    Romance del enamorado y la muerte


    Un sueño soñaba anoche soñito del alma mía, 
    soñaba con mis amores, que en mis brazos los tenía. 
    Vi entrar señora tan blanca, muy más que la nieve fría. 
    -¿Por dónde has entrado, amor? ¿Cómo has entrado, mi vida? 
    Las puertas están cerradas, ventanas y celosías. 
    -No soy el amor, amante: la Muerte que Dios te envía. 
    -¡Ay, Muerte tan rigurosa, déjame vivir un día! 
    -Un día no puede ser, una hora tienes de vida. 
    Muy deprisa se calzaba, más deprisa se vestía; 
    ya se va para la calle, en donde su amor vivía. 
    -¡Ábreme la puerta, blanca, ábreme la puerta, niña! 
    -¿Cómo te podré yo abrir si la ocasión no es venida? 
    Mi padre no fue al palacio, mi madre no está dormida. 
    -Si no me abres esta noche, ya no me abrirás, querida; 
    la Muerte me está buscando, junto a ti vida sería. 
    -Vete bajo la ventana donde labraba y cosía, 
    te echaré cordón de seda para que subas arriba, 
    y si el cordón no alcanzare, mis trenzas añadiría. 
    La fina seda se rompe; la muerte que allí venía: 
    -Vamos, el enamorado, que la hora ya está cumplida. 

    «En la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer» Virginia Woolf



    • ¡Rosa fresca, rosa fresca, 
      tan garrida y con amor, 
      cuando yo os tuve en mis brazos, 
      non vos supe servir, non: 
      y agora que vos servía 
      non vos puedo yo haber, non! 
      - Vuestra fue la culpa, amigo, 
      vuestra fue, que mía non; 



    • ¡Cuán traidor eres, Marquillos! 
      ¡Cuán traidor de corazón! 
      Por dormir con tu señora 
      habías muerto a tu señor. 
      Desque lo tuviste muerto 
      quitástele el chapirón; 
      fuéraste al castillo fuerte 
      donde está la Blanca Flor. 



    • Mi padre era de Ronda 
      y mi madre de Antequera; 
      cautiváronme los moros 
      entre la paz y la guerra, 
      y lleváronme a vender 
      a Vélez de la Gomera. 
      Siete días con sus noches 
      anduve en el almoneda, 
      no hubo moro ni mora 



    • Un Mandarín de Pekín 
      que residía en Cantón 
      y no tocaba el violín 
      porque tocaba el violón 
      decía con presunción 
      y con cierto retintín 
      que de confín a confín 
      de toda aquella nación 
      del gorro hasta el escarpín 
      era rico y trapalón. 



    • En París está doña Alda, la esposa de don Roldán, 
      trescientas damas con ella para bien la acompañar: 
      todas visten un vestido, todas calzan un calzar, 
      todas comen a una mesa, todas comían de un pan. 
      Las ciento hilaban el oro, las ciento tejen cendal,