-Gerineldo, Gerineldo, paje del rey más querido, 
quién te tuviera esta noche en mi jardín florecido. 
Válgame Dios, Gerineldo, cuerpo que tienes tan lindo. 
-Como soy vuestro criado, señora, burláis conmigo. 
-No me burlo, Gerineldo, que de veras te lo digo. 
-¿Y cuándo, señora mía, cumpliréis lo prometido? 
-Entre las doce y la una que el rey estará dormido. 
Media noche ya es pasada. Gerineldo no ha venido. 
«¡Oh, malhaya, Gerineldo, quien amor puso contigo!» 
-Abráisme, la mi señora, abráisme, cuerpo garrido. 
-¿Quién a mi estancia se atreve, quién llama así a mi postigo? 
-No os turbéis, señora mía, que soy vuestro dulce amigo. 
Tomáralo por la mano y en el lecho lo ha metido; 
entre juegos y deleites la noche se les ha ido, 
y allá hacia el amanecer los dos se duermen vencidos. 
Despertado había el rey de un sueño despavorido. 
«O me roban a la infanta o traicionan el castillo.» 
Aprisa llama a su paje pidiéndole los vestidos: 
«¡Gerineldo, Gerineldo, el mi paje más querido!» 
Tres veces le había llamado, ninguna le ha respondido. 
Puso la espada en la cinta, adonde la infanta ha ido; 
vio a su hija, vio a su paje como mujer y marido. 
«¿Mataré yo a Gerineldo, a quien crié desde niño? 
Pues si matare a la infanta, mi reino queda perdido. 
Pondré mi espada por medio, que me sirva de testigo.» 
Y salióse hacia el jardín sin ser de nadie sentido. 
Rebullíase la infanta tres horas ya el sol salido; 
con el frior de la espada la dama se ha estremecido. 
-Levántate, Gerineldo, levántate, dueño mío, 
la espada del rey mi padre entre los dos ha dormido. 
-¿Y adónde iré, mi señora, que del rey no sea visto? 
-Vete por ese jardín cogiendo rosas y lirios; 
pesares que te vinieren yo los partiré contigo. 
-¿Dónde vienes, Gerineldo, tan mustio y descolorido? 
-Vengo del jardín, buen rey, por ver cómo ha florecido; 
la fragancia de una rosa la color me ha devaído. 
-De esa rosa que has cortado mi espada será testigo. 
-Matadme, señor, matadme, bien lo tengo merecido. 
Ellos en estas razones, la infanta a su padre vino: 
-Rey y señor, no le mates, mas dámelo por marido. 
O si lo quieres matar la muerte será conmigo. 
«En la mayor parte de la historia, Anónimo era una mujer» Virginia Woolf
Llegó el día de dejarla 
porque así lo quiso Dios. 
Le di un beso y un adiós 
y me marché sin mirarla. 
Porque si otra vez la miro, 
no me marcho de su lado 
sin antes haber dado 
ante mí el postrer suspiro. 
Madrugaba don Alonso 
a poco del sol salido; 
convidando va a su boda 
a los parientes y amigos; 
a la puerta de Moriana 
sofrenaba su rocino: 
-Buenos días, Moriana. 
-Don Alonso, bien venido. 
-Vengo a brindarte, Moriana, 
Blanca sois, señora mía, 
más que no el rayo del sol 
¿si la dormiré esta noche 
desarmado y sin pavor? 
que siete años había, siete, 
que no me desarmo, no. 
Más negras tengo mis carnes 
que un tiznado carbón. 
-Dormilda, señor, dormilda, 
Caminaba el Conde Olinos 
la mañana de San Juan, 
por dar agua a su caballo 
en las orillas del mar. 
Mientras su caballo bebe 
él se ponía a cantar: 
-Bebe, bebe, mi caballo, 
Dios te me libre de mal, 
Dios te libre en todo tiempo 
¡Cuán traidor eres, Marquillos! 
¡Cuán traidor de corazón! 
Por dormir con tu señora 
habías muerto a tu señor. 
Desque lo tuviste muerto 
quitástele el chapirón; 
fuéraste al castillo fuerte 
donde está la Blanca Flor. 
-Ábreme, linda señora, 
Un Mandarín de Pekín 
que residía en Cantón 
y no tocaba el violín 
porque tocaba el violón 
decía con presunción 
y con cierto retintín 
que de confín a confín 
de toda aquella nación 
del gorro hasta el escarpín 
era rico y trapalón. 
¡Rosa fresca, rosa fresca, 
tan garrida y con amor, 
cuando yo os tuve en mis brazos, 
non vos supe servir, non: 
y agora que vos servía 
non vos puedo yo haber, non! 
- Vuestra fue la culpa, amigo, 
vuestra fue, que mía non; 
enviásteme una carta 
Mi padre era de Ronda 
y mi madre de Antequera; 
cautiváronme los moros 
entre la paz y la guerra, 
y lleváronme a vender 
a Vélez de la Gomera. 
Siete días con sus noches 
anduve en el almoneda, 
no hubo moro ni mora