Hoy comienzo a escribir como quien llora. No de rabia, o dolor, o pasión. Comienzo a escribir como quien llora de plenitud saciado, como quien lleva un mar dentro del pecho, como si el ojo contuviera toda esa inmensa colmena que es el firmamento en su breve pupila.
Me enciendo por pasadas plenitudes y por estas presentes enmudezco. Lloro por tener cerca una mujer, por el agua de un monte que suena entre cipreses en un lugar de Grecia; lloro porque en los ojos de mi perro hallo la humanidad, por la arrebatadora música que quizá no merecemos, por dormir tantas noches en sosiego profundo bajo el icono y en su luz d oro, y por la mansedumbre de la vela, que sólo es eso, llama.
Comienzo a escribir y también la escritura llora, porque respira y quema, porque pasa. Qué gran gozo sentirme yo mismo esa palabra que va ardiendo. (Porque yo también ardo y también paso.)
Contemplo una llama muy quieta en la penumbra de suaves jardines, a la orilla de un mar calmo y antiguo, y me voy encendiendo con la dicha de saber que no existe otra verdad que no sea esa llama, es decir, la del amor que es don y que es condena.
Son llamas las palabras y son llamas los ojos, que lloran sin llorar por el ser que yo fui (aquel fuego cansado que temblaba junto a otros jardines de otro mar) y por el ser que ahora está mirando fijamente una llama, y que es, en soledad, la llama más gozosa.
Hoy comienzo a escribir como quien llora. No de rabia, o dolor, o pasión. Comienzo a escribir como quien llora de plenitud saciado, como quien lleva un mar dentro del pecho, como si el ojo contuviera toda esa inmensa colmena que es el firmamento
Que este celeste pan del firmamento me alimente hasta el último suspiro. Que estos campos tan fieros y tan puros me sean buenos, cada día más buenos. Que si en tiempo de estío se me encienden las manos con cardos, con ortigas, que al llegar el invierno
Se abrieron las cancelas de la noche, salieron los caballos a la noche, campo de hielos, de astros, de violines, la noche sumergió pechos y rosas, noche de madurez envuelta en nieve después del sueño lento del otoño, después del largo sorbo del otoño,
Zamira ama los lobos. Yo quisiera ir con ella a buscarlos a las tierras más altas, donde los robledales rojos de Sotillo han perdido sus hojas en las fuentes, allá donde los caballos beben el agua helada de las cascadas y se espera la nieve