Zamira ama los lobos. Yo quisiera ir con ella a buscarlos a las tierras más altas, donde los robledales rojos de Sotillo han perdido sus hojas en las fuentes, allá donde los caballos beben el agua helada de las cascadas y se espera la nieve como una bendición.
Tú y yo estamos en este hospital esperando a la muerte. No la muerte tuya ni la muerte mía, sino la de aquellos que nos dieron la vida. Y éstos, ¿a quienes pasarán, cuando mueran, sus muertes? Tú y yo esperando el final, El vacío del límite, mientras la vida brilla y tiembla entre nosotros como un cuchillo inocente. Y es que, esperando la muerte de los otros, esperamos, un poco, la muerte nuestra.
Quizá, por ello, Zamira ama los lobos. Quizá, por ello, yo deseo también salir a buscarlos con ella este mes de diciembre a los páramos altos, a los prados remotos. Y podríamos ver los espinos, y las brasas de sangre del sol en mimbrales morados. Puesta ya en nuestros ojos la venda de la nieve, que no pensemos más, que ya no nos deslumbre el acre resplandor de los quirófanos.
Zamira ama los lobos, quiere escapar del laberinto de piedra y cristal del dolor. Zamira: partamos y no regresemos.
Hoy comienzo a escribir como quien llora. No de rabia, o dolor, o pasión. Comienzo a escribir como quien llora de plenitud saciado, como quien lleva un mar dentro del pecho, como si el ojo contuviera toda esa inmensa colmena que es el firmamento
Se abrieron las cancelas de la noche, salieron los caballos a la noche, campo de hielos, de astros, de violines, la noche sumergió pechos y rosas, noche de madurez envuelta en nieve después del sueño lento del otoño, después del largo sorbo del otoño,
Zamira ama los lobos. Yo quisiera ir con ella a buscarlos a las tierras más altas, donde los robledales rojos de Sotillo han perdido sus hojas en las fuentes, allá donde los caballos beben el agua helada de las cascadas y se espera la nieve
Que este celeste pan del firmamento me alimente hasta el último suspiro. Que estos campos tan fieros y tan puros me sean buenos, cada día más buenos. Que si en tiempo de estío se me encienden las manos con cardos, con ortigas, que al llegar el invierno