A un viejo enamorado, de Carolina Coronado

    Castellano

    A un viejo enamorado 
     
    No lo toméis a consejo, 
    pues vos para aconsejado 
    y yo para consejera 
    inútiles somos ambos: 
    vos, señor, porque contáis 
    con muy razonables años 
    para poder en la vida 
    dirigiros ya sin ayo, 
    y esta humilde servidora 
    por tenerlos muy escasos 
    para poder con su apoyo 
    ir por la tierra marchando. 
    Mas sin ser consejo alguno, 
    podéis escuchar un rato 
    cuatro sencillas palabras 
    que tengo, señor, que hablaros. 
    Si de provecho no os sirven, 
    tampoco os serán de daño, 
    con que prestadme el oído 
    y os charlaré breve y claro. 
    Os quejáis de mis desdenes 
    y el porqué, yo no lo alcanzo, 
    pues las canas venerables 
    yo respeto, nunca agravio; 
    y en fe de verdad tan pura, 
    jamás consentí escucharos 
    las voces almibaradas 
    de, «hermosa, mi bien, te amo»; 
    por evitar que el ridículo 
    os hiriera de rechazo, 
    al responderos el mundo 
    con su risa y con su escarnio. 
    Porque, dejaos de aprehensiones, 
    ninguno creerá el flechazo 
    de que os doléis con tal pena, 
    pues Cupido no es tan malo 
    que fuera en un moribundo 
    a ensañar su genio bravo. 
    Más bien la gota, el reuma, 
    o algún histérico flato 
    han sido los agresores 
    de ese cuerpo desdichado; 
    y vos en reminiscencia 
    de los amores de antaño, 
    al encontraros doliente, 
    os juzgáis enamorado. 
    Pero señor, ¡en conciencia! 
    ved que es error, que es engaño 
    y en vez de atisbar mis rejas, 
    y espantarme todo el barrio, 
    tomándome por remedio 
    de males, que yo no sano, 
    buscad un doctor que os vea, 
    y si es un ataque asmático, 
    os recete y desengañe 
    del tema que habéis tomado. 
    A él podéis, si no os remedia, 
    llamarle «¡insensible, ingrato!» 
    y todas esas razones 
    con que os estáis lamentando 
    de una mujer que no os hizo 
    más ofensa ni más daño, 
    que nacer en este siglo, 
    y no en el siglo pasado. 
    Tal vez yo de haber nacido 
    en tiempo de Carlos Cuarto, 
    de vuestra joven persona 
    me hubiera también prendado, 
    como las viejas mujeres 
    que tiene Dios en descanso, 
    y que os dejaron memorias 
    de lo mucho que os amaron 
    en cartas ya carcomidas 
    y en rizos apolillados. 
    ¡Cómo ha de ser! Lo dispuso 
    la suerte tan al contrario, 
    que entre vos y yo en España 
    tres monarcas han reinado. 
    Os lo digo, no por mofa, 
    vale mucho un hombre anciano, 
    pero soy caña muy débil 
    para serviros de báculo; 
    ni monedas de este cuño 
    parecen bien en la mano 
    del que al buscarlas debiera, 
    ser, al menos, anticuario. 
    Por lo demás, yo os estimo 
    como al Arco de Trajano, 
    como al puente de los moros 
    como a todo lo que es raro, 
    porque llega y sobrevive 
    a los días que alcanzamos. 
    Cuando pasáis os saludo, 
    con reverencia, con pasmo; 
    cuando habláis os oigo absorta, 
    como si oyera lejanos 
    los ecos de aquellas voces 
    que en tiempo del Cid sonaron... 
    Pero la tos os molesta, 
    la brisa va refrescando, 
    y temo os falte la vida 
    cuando por luenga la aplaudo: 
    basta pues, cubríos el rostro, 
    perdonadme y retiraos. 

     

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