El solitario –quien ha estado en prisión- vuelve a su encierro
cada vez que muerde un pedazo de pan.
En prisión soñaba con una liebre que huía
sobre la tierra invernal. En la niebla de invierno
el solitario vive tras los muros del camino, bebiendo
agua fría y mordiendo su pedazo de pan.
Uno cree que después renacerá la vida,
que la respiración se calma, que regresa el invierno
con el olor del vino en el caliente hostal,
y el buen fuego, el establo y la cena. Uno cree,
finalmente, que se está dentro, uno cree. Si sale afuera una tarde,
y a la liebre la han apresado y la cocinan caliente
los otros, alegres. Desearía mirarla a través de la vitrina.
El solitario intenta entrar para beber una copa
cuando él mismo se congela, y contempla su vino:
el color humeante, el sabor pesado.
Muerde su pedazo de pan, que sabía a liebre
en prisión, pero que ahora no sabe a pan
ni a nada. Y el vino sólo sabe a niebla.
El solitario piensa en ese campo, contento
de saberlo ya arado. En la sala desierta
en voz baja se pone a cantar. Vuelve a ver
a lo largo del cerco el mechón de la zarza desnuda
que en agosto fue verde. Da un silbido a su perra.
Y aparece la liebre y ya no tiene frío.