A las estrellas, de Claudio Rodríguez | Poema

    Poema en español
    A las estrellas

    ¡Que mi estrella no sea la que más resplandezca 
    sino la más lejana! ¡No me queme su lumbre 
    sino su altura, hasta lograr que crezca 
    la mirada en peligros del espacio y la cumbre! 
    ¿Quién cae? ¿Quién alza el vuelo? 
    ¿Qué palomares de aire me abren los olmos? Antes 
    era sencillo: tierra y, sin más, cielo. 
    Yo con mi impulso abajo y ellas siempre distantes. 
    Pero en la sombra hay luz y en la mañana 
    se hunde una oculta noche cerrando llano y río. 
    A qué lanzada al raso tan cercana 
    seguro blanco ofrece el pecho mío. 
    ¡Pensar que brillarían aunque estuviera ciego 
    todas las estrellas que no se ven, aquellas 
    que están detrás del día! Esas de arriba, luego 
    caerán. ¡Hazlas caer! Ni son estrellas 
    ni es música su pulso enardecido. 
    Y mientras cubre el alba como un inmenso nido 
    sólidamente aéreo y blanco el puro 
    culminar de los astros, siguen viviendo apenas 
    como el grano en la vaina, que es su límite oscuro. 
    Oíd: ¿quién nos sitia acaso las celestes almenas? 

    Y no encuentra reposo 
    lo que vive en lo alto. Vive y sube 
    más, como el sol, como la nube 
    mientras los campos sienten el tiempo más hermoso. 
    Y hasta el más inminente. Porque, ¿quién mueve, cuando 
    madura, toda la sazón, quién cuando cae avisa 
    que es sobre todo luz y va empezando 
    a preparar la tierra como para una brisa 
    tan ardiente que bruña la meseta? 
    Ah, qué eterno camino se completa 
    dentro del corazón del hombre. Sin embargo, ahora nada 
    se puede contener, y hay un sonido 
    misterioso en la noche, y hay en cada 
    ímpetu del espacio un corpóreo latido. 
    ¡Estrellas clavadoras, si no fuera 
    por vuestro hierro al vivo se desmoronaría 
    la noche sobre el mundo, si no fuera 
    por vuestro resplandor se me caería 
    sobre la frente el cielo! Estrellas puras 
    que vuelvo a ver como antes nuevamente, 
    claras para los ojos y para el alma oscuras. 

    No tan cerca. ¡Salvadme! Estoy enfrente. 
    El aire hace creer que surge el día 
    pero no los sembrados, aún serenos 
    en su tarea hacia la luz, que al menos 
    es un pueblo creciente de aves de altanería. 
    ¿Dónde están las montañas? ¿Dónde las altas cumbres 
    si está mas cerca siempre mi llanura 
    de las estrellas? ¿Dónde están las lumbres 
    de un corazón tan fuerte, tan hondo de ternura 
    que llegue en todo su latido al cielo? 
    Esto es sagrado. Cuanto miro y huelo 
    es sagrado. ¡No toque nadie! Pero 
    sí, tocad todos, mirad todos arriba. 
    ¿Tan miserable es nuestro tiempo que algo 
    digno, algo que no se venda sino que, alto 
    y puro, arda en amor del pueblo y nos levante 
    ya no es motivo de alegría? ¡Vida, 
    estrella de hoy, de agosto! ¡Ved, ved, cae 
    con ella, allí, todo aquel tiempo nuestro! 

    Claudio Rodríguez nació en 1934 en Zamora y en 1951 se trasladó a Madrid, en cuya Universidad Complutense se licenció en Filología Románica. Se dio a conocer con Don de la ebriedad, un libro deslumbrante que en 1953 ganó el Premio Adonais. De 1958 data Conjuros, su segundo libro de poemas. Fue lector de español en Inglaterra durante ocho años, primero en la Universidad de Nottingham y luego en la de Cambridge. Allí escribió Alianza y condena (1965), Premio de la Crítica de aquel año. De vuelta en España, se dedicó a la docencia universitaria, y hasta 1976 no publicó su cuarto poemario, El vuelo de la celebración. Recibió el Premio Nacional de Poesía en 1983 e ingresó en la Real Academia Española en 1987. Merecedor del Premio Príncipe de Asturias y del Premio Reina Sofía, falleció en Madrid en 1999. Su último libro, Casi una leyenda, apareció en 1991.