Nocturno de la casa ida, de Claudio Rodríguez | Poema

    Poema en español
    Nocturno de la casa ida

    Es la hora de la puesta, 
    cuando el olor del viento de levante 
    está perdiendo intimidad, y apenas 
    si una cadencia a pino joven, a humo 
    de caserío, a heno, 
    a luz muy poco amiga 
    que está perdiendo poco a poco su alma 
    entre codicia y libertad en torno 
    a las nubes de falsa platería, 
    y mis pies destemplados 
    andando antes de tiempo 
    en la sublime soledad, en la alta 
    sequía, este olor claro 
    me orienta y da... 
    Estoy llegando tarde. Es lo de siempre. 
    Llega el deseo de la claridad, 
    del silencio maldito ya muy cerca 
    como aleteo en lunación de alba. 
    Y no hay manera de salvar la vida. 
    Y no hay manera de ir donde no hay nadie. 
    Voy caminando a sed de cita, a falta 
    de luz. 
    Voy caminando fuera de camino 
    ¿Por qué el error, por qué el amor y dónde 
    la huella sin piedad? 
    Ahora que estoy mirando el cielo verdadero 
    aquí, a la vuelta 
    de esta calle, ¿qué pasa? 
    ¡Si se me cae encima como entonces 
    y lo que era infinito y aventura 
    y la velocidad de la inocencia 
    y el resplandor de lo que fue prodigio 
    y que me dio serenidad y ahora 
    tanta alegría prisionera!... Quiero 
    sostenerlo un momento, levantarlo 
    con la mirada, hasta 
    con la respiración, con el latido, 
    cielo a cielo, 
    vida a vida. 
    Se está haciendo de noche. Y qué más da. 
    Es lo de siempre pero todo es nuevo. 
    Tiembla como un sagrado 
    rocío, ya muy lejos 
    de los sentidos. 
    Hay un suspiro donde ya no hay aire, 
    hay un secreto haciéndose más claro 
    entre maldad de cuna y la primicia 
    del trébol de esta noche 
    de San Juan, la más clara 
    del año: la naranja 
    de junio. 
    Y las estrellas de blancura fría 
    en el espacio curvo 
    de la gravitación, y la temperatura, 
    las leyendas de las constelaciones, 
    la honda palpitación del cielo entero 
    y su armonía sideral y ciencia, 
    están entrando a solas 
    con un dominio silencioso y bello, 
    vívido en melodía 
    en esta casa. 
    Está entrando la noche, está sonando 
    en cada grieta, en cada fisura, 
    en cada ladrillo bien cocido a fuego, 
    en la pared con fruto con tensión hueca en temple, 
    en la arena del cuarzo, 
    en la finura de la cal, el yeso, 
    el hormigón traslúcido, 
    la arcilla ocre con el agua dentro, 
    el hierro dulce... 
    Es la desconfianza en la materia. 
    Es la materia lejos de los hombres 
    que no se hace a sí misma y se está haciendo. 
    Es la materia misma la que miente 
    como la avena loca del recuerdo, 
    como el delirio del cristal nocturno, 
    las ventanas del cielo, 
    presentimiento de la soledad. 
    Ven noche mía, ven, ven como antes 
    vivifica y deslumbra 
    tanto tiempo. 
    ¿Dónde el crisol sin lúpulo 
    del horno de la oración, de la ofrenda y del rito? 
    ¿Dónde el cielo recién aparecido 
    y recién sorprendido 
    por las estrellas que son siempre jóvenes? 
    Pero ya sin destino ahora mi cuerpo, 
    aún muy al filo de la media luz, 
    pierde armonía. 
    Y esta casa es un templo como la noche abierta 
    en música y en cruz, 
    la vibración del tallo del almendro, 
    la piel de la manzana 
    y la ceniza blanca, ya sin humo, 
    la miel sin muerte del romero, el rubio 
    gallo de pluma fina, 
    el arco iris de trucha, 
    el ámbar de los ojos y el aullido 
    del lobo de Sanabria, 
    la cocina y la anguila 
    de Navidad, la nata 
    y la harina pequeña... 
    es la germinación bien soleada 
    de las ramas en rezo y desafío 
    entre bautismo y réquiem, 
    junto a dinero y sexo. 
    Ve la fulminación, la exhalación, 
    el sepulcro vacío y el sudario doblado, 
    la sábana de lino, 
    la reverberación de la resina, 
    de la mirra y el áloe 
    en el cuerpo desnudo ya sin tiempo 
    como polvo estelar y profecía, 
    con un temblor de manantial nocturno 
    violeta y azul. 
    Esta casa, esta noche 
    que se penetran y se están hiriendo 
    con no sé qué fecundidad, qué agua 
    ciega de llama 
    con trasparencia y trasfiguración, 
    con un silencio que ya no veré nunca. 
    ¡Canten por fin las puertas y ventanas 
    y las estrellas olvidadas, cante 
    la luz del alma que hubiera querido, 
    lo volandero que es lo venidero 
    como canto de alondra en esta noche 
    de la mañana de San Juan y suene 
    la flauta nueva de las tejas curvas 
    en la casa perdida; 
    suene el olor a ala y a pétalo de trébol, 
    y la penumbra revivida, suenen 
    el arpa y el laúd junto al destello 
    de las sábanas, junto 
    al ojo y la yema 
    de un solo de violín, ágil de infancia; 
    suenen la escala, el tiempo, los arpegios, 
    los nudos y las cuerdas, la resonancia seca 
    de cada mueble y cada sueño, 
    los anillos del polvo y la madera 
    de la familia a oscuras, 
    la danza de las voces, el tañido 
    de la traición! 
    Suene por fin este aire de planicie 
    hasta que se abra la mañana entera, 
    hasta que ahora se abra, se está abriendo 
    no sé qué gratitud, 
    qué crueldad en flor. 
    Esta casa, esta noche... 
    Dejadme en paz. Adiós. Ya es nuevo día.

    Claudio Rodríguez nació en 1934 en Zamora y en 1951 se trasladó a Madrid, en cuya Universidad Complutense se licenció en Filología Románica. Se dio a conocer con Don de la ebriedad, un libro deslumbrante que en 1953 ganó el Premio Adonais. De 1958 data Conjuros, su segundo libro de poemas. Fue lector de español en Inglaterra durante ocho años, primero en la Universidad de Nottingham y luego en la de Cambridge. Allí escribió Alianza y condena (1965), Premio de la Crítica de aquel año. De vuelta en España, se dedicó a la docencia universitaria, y hasta 1976 no publicó su cuarto poemario, El vuelo de la celebración. Recibió el Premio Nacional de Poesía en 1983 e ingresó en la Real Academia Española en 1987. Merecedor del Premio Príncipe de Asturias y del Premio Reina Sofía, falleció en Madrid en 1999. Su último libro, Casi una leyenda, apareció en 1991.