Hay algunas mañanas
que lo mejor es no salir. ¿Y adónde?
La semilla desnuda, aquí, en el centro
de la pupila en plena
rotación
hacia tanta blancura repentina
de esta ola sin ventanas
cerca de la pared del sueño entre alta mar
y la baja marea,
¿hacia dónde me lleva?
¡Si lo que veo es lo invisible, es pura
iluminación,
es el origen del presentimiento!
Es este otoño de madera y de ecos
de olivo y abedul
con la rapacidad del ala lenta
ladeando y girando,
con vuelo viejo avaro de la noche,
con equilibrio de la pesadilla,
con el pico sin cera, sin leche y sin aceite,
y el plumaje sin humo, la espuma que suaviza
la saliva, la sal, el excremento
del nido… Hay un sonido
de altura, moldeado
en figuras, en vaho
de eucalipto. No veo, no poseo.
¿Y esa alondra, ese pámpano
tan inocentes en la viña ahora,
y el vencejo de leña y de calambre,
y la captura de la liebre, el nácar
de amanecida y la transparencia
en pleamar naranja de la contemplación?
¿Y todo es invisible? ¡Si está claro
este momento traspasado de alba!
Este momento que no veré nunca.
Esta mañana que no verá nadie
porque no está creada,
esta mañana que me va acercando
al capitel y al nido.
¿Y este aleteo sin temor ni viento,
la epidemia, el mastín y la crisálida
con la luz de meseta?
Cómo cantaba mayo en la noche de enero.
Junto al relieve y el cincel, la lima
y el buril hay ciudad,
mano de obra y secreto en cada grieta
de la oración y de la redención,
y la temperatura de la piedra
orientada hacia el este
con una ciencia de erosión pulida,
de quietud de ola en vilo, de aventura
que entra y sale a la vez. Ahí las escenas
de historia, teología, fauna, mitos
y la ley del granito, poro a poro,
su cicatriz en cada veta ocre,
el rito de la lágrima
en riesgo frío y cristalino en lluvia
y con el girasol que ya se lava
entre el búho y la virgen.
No hay espacio ni tiempo: el sacramento
de la materia.
¿Y qué voy a saber yo si a lo mejor mañana
es nuevo día?
Cuánta presencia que es renacimiento,
y es renuncia, y es ancla
del piadoso naufragio
de mi ilusión de libertad, mi vuelo…
Adivinanza, casi pensamiento
junto al hondo rocío
del polvo de la luz, del misterio que alumbra
este aire seguro,
esta salud de la madera nueva
y llega germinando
hasta el néctar sin prisa, bien tallado
en la jara quemada.
Es la gracia, es la gracia, la visión,
el color del oráculo del sueño,
la nerviación de la hoja del laurel,
la locura de la contemplación
y cuántas veces maldición, niñez,
sonando en cada ala con sorpresa.
¡El manantial temprano y el lucero
de la mañana!
Y el placer, la lujuria, el ruin amparo
de la desilusión, el roce
de mis alas pesadas, tan acariciadoras,
casi entreabiertas cuando
ya no hay huida ni aún conocimiento
antes de que ahora llegue
el arrebol interminable… ¡Día
que nunca será mío y que está entrando
en mi subida hacia la oscuridad!
¿Viviré el movimiento, las imágenes
nunca en reposo
de esta mañana sin otoño siempre?
Claudio Rodríguez nació en 1934 en Zamora y en 1951 se trasladó a Madrid, en cuya Universidad Complutense se licenció en Filología Románica. Se dio a conocer con Don de la ebriedad, un libro deslumbrante que en 1953 ganó el Premio Adonais. De 1958 data Conjuros, su segundo libro de poemas. Fue lector de español en Inglaterra durante ocho años, primero en la Universidad de Nottingham y luego en la de Cambridge. Allí escribió Alianza y condena (1965), Premio de la Crítica de aquel año. De vuelta en España, se dedicó a la docencia universitaria, y hasta 1976 no publicó su cuarto poemario, El vuelo de la celebración. Recibió el Premio Nacional de Poesía en 1983 e ingresó en la Real Academia Española en 1987. Merecedor del Premio Príncipe de Asturias y del Premio Reina Sofía, falleció en Madrid en 1999. Su último libro, Casi una leyenda, apareció en 1991.