I
Aventura de una destrucción
Cómo conozco el algodón y el hilo de esta almohada
herida por mis sueños,
sollozada y desierta,
donde crecí durante quince años.
Sí, en esta almohada desde la que mis ojos
vieron el cielo
y la pureza de la amanecida
y el resplandor nocturno
cuando el sudor, ladrón muy huérfano, y el fruto transparente
de mi inocencia, y la germinación del cuerpo
eran ya casi bienaventuranza.
La cama temblorosa
donde la pesadilla se hizo carne,
donde fue fértil la respiración,
audaz como la lluvia,
con su tejido luminoso y sin ceniza alguna.
Y mi cama fue nido
y ahora es alimaña;
ya su madera sin barniz, oscura,
sin amparo.
No volveré a dormir en este daño, en esta
ruina,
arropado entre escombros, sin embozo,
sin amor ni familia:
entre la escoria viva.
Y al mismo tiempo quiero calentarme
en ella, ver
cómo amanece, cómo
la luz me da en mi cara, aquí, en mi cama.
La vuestra, padre mío, madre mía,
hermanos míos,
donde mi salvación fue vuestra muerte.
II
El sueño de una pesadilla
El tiempo está entre tus manos:
tócalo, tócalo. Ahora anochece y hay
pus en el olor del cuerpo, hay alta marea
en el mar del dormir, y el surco abierto
entre las sábanas.
La cruz de las pestañas
a punto de caer, los labios hasta el cielo del techo,
hasta la melodía de la espiga,
hasta esta lámpara de un azul ya pálido,
en este cuarto que se me va alzando
con la ventana sin piedad,
maldita y olorosa, traspasada de estrellas.
Y en mis ojos la estrella, aquí, doliéndome,
ciñéndome, habitándome astuta
en la noche de la respiración, en el otoño claro
de la amapola del párpado,
en las agujas del pinar del sueño.
Las calles, los almendros,
algunos de hoja malva,
otros de floración tardía, frente
a la soledad del puente
donde se hila la luz: entre los ojos
tempranos para odiar. Y pasa el agua
nunca tardía para amar del Duero,
emocionada y lenta,
quemando infancia.
¿Qué hago con mi sudor, con estos años
sin dinero y sin riego,
sin perfidia siquiera ahora en mi cama?
¿Y volveré a soñar
esta pesadilla? Tú estate quieto, quieto.
Pon la cabeza alta y pon las manos
en la nuca. Y sobre todo ve
que amanece, aún aquí,
en el rincón del uso de tus sueños,
junto al delito de la oscuridad,
junto al almendro. Qué bien sé su sombra.
III
Herida
¿Y está la herida ya sin su hondo pétalo,
sin tibieza,
sino fecunda con su mismo polen,
cosida a mano, casi como un suspiro,
con el veneno de su melodía,
con el recogimiento de su fruto,
consolando, arropando
mi vida?
Ella me abraza. Y basta.
Pero no pasa nada.
No es lo de siempre: no es mi amor en venta,
la desnudez de mi deseo, ni
el dolor inocente, sin ventajas,
ni el sacrificio de lo que se cotiza,
ni el despoblado de la luz, ni apenas
el tallo hueco,
nudoso, como el de la avena, de
la injusticia. No,
no es el color canela
de la flaqueza de los maliciosos,
ni el desencanto de los desdichados,
ni el esqueleto en flor,
rumoroso, del odio. Ni siquiera la vieja
boca del rito
de la violencia.
Aún no hay sudor, sino desenvoltura;
aún no hay amor, sino las pobres cuentas
del engaño vacío.
Sin rendijas ni vendas
vienes tú, herida mía, con tanta noche entera,
muy caminada,
sin poderte abrazar. Y tú me abrazas.
Cómo me está dañando la mirada
al entrar tan a oscuras en el día.
Cómo el olor del cielo,
la luz hoy cruda, amarga,
de la ciudad, me sanan
la herida que supura con su aliento
y con su podredumbre,
asombrada y esbelta,
y sin sus labios ya,
hablando a solas con sus cicatrices
muy seguras, sin eco,
hacia el destino, tan madrugador,
hasta llegar a la gangrena.
Pero
la renovada aparición del viento,
mudo en su claridad,
orea la retama de esta herida que nunca
se cierra a oscuras.
Herida mía, abrázame. Y descansa.
IV
Un rezo
¿Cómo el dolor, tan limpio y tan templado,
el dolor inocente, que es el mayor misterio,
se me está yendo?
Ha sido poco a poco,
con la sutura de la soledad
y el espacio sin trampa, sin rutina
de tu muerte y la mía.
Pero suena tu alma, y está el nido
aquí, en el ataúd,
con luz muy suave.
Te has ido. No te vayas. Tú me has dado la mano.
No te irás. Tú, perdona, vida mía,
hermana mía,
que esté sonando el aire
a ti, que no haya techos
ni haya ventanas con amor al viento,
que el soborno del cielo traicionero
no entre en tu juventud, en tu tan blanca,
vil muerte.
Y que tu asesinato
espere mi venganza, y que nos salve.
Porque tú eres la almendra
dentro del ataúd. Siempre madura.