Herida en cuatro tiempos, de Claudio Rodríguez | Poema

    Poema en español
    Herida en cuatro tiempos

    Aventura de una destrucción 



    Cómo conozco el algodón y el hilo de esta almohada 
    herida por mis sueños, 
    sollozada y desierta, 
    donde crecí durante quince años. 
    Sí, en esta almohada desde la que mis ojos 
    vieron el cielo 
    y la pureza de la amanecida 
    y el resplandor nocturno 
    cuando el sudor, ladrón muy huérfano, y el fruto transparente 
    de mi inocencia, y la germinación del cuerpo 
    eran ya casi bienaventuranza. 
    La cama temblorosa 
    donde la pesadilla se hizo carne, 
    donde fue fértil la respiración, 
    audaz como la lluvia, 
    con su tejido luminoso y sin ceniza alguna. 
    Y mi cama fue nido 
    y ahora es alimaña; 
    ya su madera sin barniz, oscura, 
    sin amparo. 
    No volveré a dormir en este daño, en esta 
    ruina, 
    arropado entre escombros, sin embozo, 
    sin amor ni familia: 
    entre la escoria viva. 
    Y al mismo tiempo quiero calentarme 
    en ella, ver 
    cómo amanece, cómo 
    la luz me da en mi cara, aquí, en mi cama. 
    La vuestra, padre mío, madre mía, 
    hermanos míos, 
    donde mi salvación fue vuestra muerte. 

    II 

    El sueño de una pesadilla 



    El tiempo está entre tus manos: 
    tócalo, tócalo. Ahora anochece y hay 
    pus en el olor del cuerpo, hay alta marea 
    en el mar del dormir, y el surco abierto 
    entre las sábanas. 
    La cruz de las pestañas 
    a punto de caer, los labios hasta el cielo del techo, 
    hasta la melodía de la espiga, 
    hasta esta lámpara de un azul ya pálido, 
    en este cuarto que se me va alzando 
    con la ventana sin piedad, 
    maldita y olorosa, traspasada de estrellas. 
    Y en mis ojos la estrella, aquí, doliéndome, 
    ciñéndome, habitándome astuta 
    en la noche de la respiración, en el otoño claro 
    de la amapola del párpado, 
    en las agujas del pinar del sueño. 
    Las calles, los almendros, 
    algunos de hoja malva, 
    otros de floración tardía, frente 
    a la soledad del puente 
    donde se hila la luz: entre los ojos 
    tempranos para odiar. Y pasa el agua 
    nunca tardía para amar del Duero, 
    emocionada y lenta, 
    quemando infancia. 
    ¿Qué hago con mi sudor, con estos años 
    sin dinero y sin riego, 
    sin perfidia siquiera ahora en mi cama? 
    ¿Y volveré a soñar 
    esta pesadilla? Tú estate quieto, quieto. 
    Pon la cabeza alta y pon las manos 
    en la nuca. Y sobre todo ve 
    que amanece, aún aquí, 
    en el rincón del uso de tus sueños, 
    junto al delito de la oscuridad, 
    junto al almendro. Qué bien sé su sombra. 



    III 

    Herida 



    ¿Y está la herida ya sin su hondo pétalo, 
    sin tibieza, 
    sino fecunda con su mismo polen, 
    cosida a mano, casi como un suspiro, 
    con el veneno de su melodía, 
    con el recogimiento de su fruto, 
    consolando, arropando 
    mi vida? 
    Ella me abraza. Y basta. 
    Pero no pasa nada. 
    No es lo de siempre: no es mi amor en venta, 
    la desnudez de mi deseo, ni 
    el dolor inocente, sin ventajas, 
    ni el sacrificio de lo que se cotiza, 
    ni el despoblado de la luz, ni apenas 
    el tallo hueco, 
    nudoso, como el de la avena, de 
    la injusticia. No, 
    no es el color canela 
    de la flaqueza de los maliciosos, 
    ni el desencanto de los desdichados, 
    ni el esqueleto en flor, 
    rumoroso, del odio. Ni siquiera la vieja 
    boca del rito 
    de la violencia. 
    Aún no hay sudor, sino desenvoltura; 
    aún no hay amor, sino las pobres cuentas 
    del engaño vacío. 
    Sin rendijas ni vendas 
    vienes tú, herida mía, con tanta noche entera, 
    muy caminada, 
    sin poderte abrazar. Y tú me abrazas. 
    Cómo me está dañando la mirada 
    al entrar tan a oscuras en el día. 
    Cómo el olor del cielo, 
    la luz hoy cruda, amarga, 
    de la ciudad, me sanan 
    la herida que supura con su aliento 
    y con su podredumbre, 
    asombrada y esbelta, 
    y sin sus labios ya, 
    hablando a solas con sus cicatrices 
    muy seguras, sin eco, 
    hacia el destino, tan madrugador, 
    hasta llegar a la gangrena. 
    Pero 
    la renovada aparición del viento, 
    mudo en su claridad, 
    orea la retama de esta herida que nunca 
    se cierra a oscuras. 
    Herida mía, abrázame. Y descansa. 



    IV 

    Un rezo 



    ¿Cómo el dolor, tan limpio y tan templado, 
    el dolor inocente, que es el mayor misterio, 
    se me está yendo? 
    Ha sido poco a poco, 
    con la sutura de la soledad 
    y el espacio sin trampa, sin rutina 
    de tu muerte y la mía. 
    Pero suena tu alma, y está el nido 
    aquí, en el ataúd, 
    con luz muy suave. 
    Te has ido. No te vayas. Tú me has dado la mano. 
    No te irás. Tú, perdona, vida mía, 
    hermana mía, 
    que esté sonando el aire 
    a ti, que no haya techos 
    ni haya ventanas con amor al viento, 
    que el soborno del cielo traicionero 
    no entre en tu juventud, en tu tan blanca, 
    vil muerte. 
    Y que tu asesinato 
    espere mi venganza, y que nos salve. 
    Porque tú eres la almendra 
    dentro del ataúd. Siempre madura.

    Claudio Rodríguez nació en 1934 en Zamora y en 1951 se trasladó a Madrid, en cuya Universidad Complutense se licenció en Filología Románica. Se dio a conocer con Don de la ebriedad, un libro deslumbrante que en 1953 ganó el Premio Adonais. De 1958 data Conjuros, su segundo libro de poemas. Fue lector de español en Inglaterra durante ocho años, primero en la Universidad de Nottingham y luego en la de Cambridge. Allí escribió Alianza y condena (1965), Premio de la Crítica de aquel año. De vuelta en España, se dedicó a la docencia universitaria, y hasta 1976 no publicó su cuarto poemario, El vuelo de la celebración. Recibió el Premio Nacional de Poesía en 1983 e ingresó en la Real Academia Española en 1987. Merecedor del Premio Príncipe de Asturias y del Premio Reina Sofía, falleció en Madrid en 1999. Su último libro, Casi una leyenda, apareció en 1991.