En cierto lugar había
un ricacho solterón
con la más rara afición,
o si se quiere manía.
Y era pájaros juntar,
con maña domesticarlos,
y aun a algunos enseñarlos
palabras a pronunciar.
Paróse allí un viajero
sabio, modesto e ignorado;
habláronle de contado
del famoso pajarero.
Ansioso de conocer
cuanto hallare útil o extraño,
y por no sufrir engaño,
fuélo por sí mismo a ver.
Pájaros halla en la era,
pájaros doquier que pasa,
estando toda la casa
convertida en pajarera.
Mas cuando crece su pasmo
es al escuchar al dueño
que le habla con grande empeño,
con increíble entusiasmo.
«¡Oh! -le dice-, es compasión,
porque tú, señor, no sabes
lo que ser pueden las aves
dándoles educación.
Mil especies que hoy se crían
y viven abandonadas,
si estuvieran educadas,
no lo dudes, hablarían.
¿En la rama de abedul
ves esa ave no pequeña
que, batiéndolas, enseña
sus alas de hermoso azul?
Un año hará para mayo
que la enseño cual se debe,
y espero que hablará en breve
tan bien como un papagayo.»
«Escucha, santo varón,
-respondióle el viajero-
que tu paciencia y dinero
gastas con tal profusión:
¿de quién la dicha se labra
con que así extiendas, profuso,
no ya de razón el uso
mas sólo el de la palabra?
En vez de enseñar a hablar,
fueras a la humanidad
muy más útil, en verdad,
si enseñaras a callar.»