De todos cuantos anhelan tu presencia como una mañana,
de todos cuantos padecen tu ausencia como una noche,
como el destierro inapelable del sol sagrado
allende el firmamento; de todos los dolientes que a cada instante
te bendicen por la esperanza, por la vida, ah, y sobre todo,
por haberles devuelto la fe extraviada, enterrada
en la verdad, en la virtud, en la raza del hombre…
De todos aquellos que, cuando agonizaban en el lecho impío
de la desesperanza, se han incorporado de pronto
al oírte susurrar con dulzura: “¡que haya luz!”,
Al oírte susurrar esas palabras acentuadas
por el sereno brillo de tus ojos…
De todos tus numerosos deudores, cuya gratitud
raya la veneración, recuerda, oh, no olvides nunca
a tu devoto más ferviente, al más incondicional,
y piensa que estas líneas vacilantes las habrá escrito él,
ese que ahora, al escribirlas, se emociona pensando
que su espíritu comulga con el espíritu de un ángel.