(In memóriam Marina Tsvetayeva, Anna Wickham, Sylvia Plath, la hermana de Shakespeare, etc., etc.)
La mejor esclava no necesita ser golpeada. Ella se golpea a sí misma.
No con látigo de cuero, o un palo, o a varazos, ni con tolete o una macana o una maza, sino con el fino látigo de su propia lengua & el sutil latido de su mente contra su mente. Por quién puede odiar a su mitad tan bien como se odia sí misma. & quién puede alcanzar la fineza de su auto-abuso. Años de entrenamiento son requerido para ello. Veinte años de sutil auto-indulgencia, autosacrificios; hasta que la sumisa piensa que es una reina & además- una indigente ambos al mismo tiempo. Ella duda de sí misma en todo, menos en el amor. Ella debe elegir apasionadamente & estúpidamente. Ella debe sentirse como un perro perdido sin su amo. Ella debe consultar sus dudas morales ante el espejo. Ella debe enamorarse de un jinete eslavo o un poeta. Ella nunca debe salir de casa a menos que lleve un velo en la cara. Ella debe llevar zapatos que le torturen los pies, para que siempre recuerde su esclavitud. Ella nunca debe olvida que pertenece al suelo. Aunque ella es de rápido aprendizaje & ciertamente es inteligente, su persistente duda de sí misma debe hacerla tan débil que incursiona prometedoramente en media docena de talentos & así brilla pero no cambia nuestra vida. Si ella es una artista & y es casi genio, por el hecho mismo de su sensibilidad le causaría tanto sufrimiento que se costaría su propia vida mejor ella que nosotras. & después de que muera, lloraremos & la hacemos una santa.
Aquí, en el fin del mundo, las flores sangran como si fueran corazones; los corazones exudan una oscuridad parecida a la tinta china donde los poetas mojan sus plumas y escriben.
No querrás de veras ser poet(is)a. Primero, si eres mujer, tienes que ser tres veces mejor que cualquiera de los hombres. Segundo, tienes que acostarte con todo el mundo. Y tercero, tienes que haberte muerto. Poeta masculino, en conversación.
Los hicimos con la imagen de nuestros miedos para llorar en las puertas, en las despedidas- aún las más breves. A rogar por comida en la mesa y para mirarnos con esos ojos enormes dolorosos, y para quedarse a nuestro lado
Envidio a los hombres que pueden anhelar con infinita vaciedad el cuerpo de una mujer, que esperan que su anhelo haga un niño, que su oquedad misma fertilice lo oscuro.