Están los haces de la mies dorada
sobre un rastrojo de algo más de anega.
Pan y pienso ha iniciado ya la siega
del trigo y la cebada.
Aún queda sobre el surco algún centeno
y algo de avena. Pronto habrá acabado
la recogida. Llegará el arado.
Luego, la siembra y la esperanza. Es bueno
mirar al campo. Es bueno. Oh gran septiembre.
En el otoño mágico, el barbecho
se dispone a criar, a darle el pecho
a la semilla que caerá en diciembre.
Es bueno ver que el campo en primavera
alarga en paz y luz su verde mano
hasta tocar el vientre del verano
mientras otoño aún no nacido espera.
Y he aquí el pienso y la harina y el pan tierno
y he aquí la lenta rueda de la vida
con generosidad inadvertida:
primavera, verano, otoño, invierno…
Son palabras antiguas que la gente
no asocia ya a su corazón. Comemos,
vivimos… Y no vemos
que es en el campo donde está el presente.
Pero quién ve el presente, quién da oído
al que cosecha pan. Está el labriego
abandonado a la mitad de un ruego,
dando la vida y recibiendo olvido.
Y entre tanto, un goteo de furia fría
en nombre del pasado y del futuro
va levantando un muro
en que el presente llorará algún día.
¿Otra vez? Los frenéticos, los yertos
malos labriegos, ¿sembrarán la guerra
sobre esta siempre ensangrentada tierra
ahíta de hermanos enemigos muertos?
Es bueno ver a esta alba mies caída
sobre un rastrojo de infantil tamaño
y saber que es ahí, año tras año,
donde dura la vida.