Ofendo, como ofenden los cipreses. Soy el desanimador. Yo soy el que contagia con sus besos un vómito de silencios oscuros, una sangría de sombras. Ofendo, ofendo, amada.
He ofendido a mi madre y a mi padre con esta tristeza que ellos nunca buscaron, ni esperaban, ni merecían. Y voy a ofender a mi siglo con el frío y el nunca y el no de mis palabras.
Se ofenden ante mí las risas, como deben ofenderse los pájaros enfrente de una jaula. Ofendo como un rostro de naúfrago en el lago. Ofendo como un coágulo de sangre en una página.
Ofendo como ese camino que conduce al cementerio. Como la cera ofendo, amada. Como la cera, madre. Desanimo y ofendo, madre, como las flores que mienten en las lápidas.
Donde fuiste feliz alguna vez no debieras volver jamás: el tiempo habrá hecho sus destrozos, levantando su muro fronterizo contra el que la ilusión chocará estupefacta. El tiempo habrá labrado, paciente, tu fracaso mientras faltabas, mientras ibas
Palabra, dulce y triste persona pequeñita, dulce y triste querida vieja, yo te acaricio, anciano como tú, con la lengua marchita, y con vejez y amor aclamo nuestro vicio.
Los que sin fervor comen del gran pan del idioma y lo usan como adorno o coraza o chantaje sienten por mí un rechazo donde la rabia asoma: yo no he llamado patria más que a ti y al lenguaje
Hay seres cuya vida se asemeja a la de esa polvorienta bombilla del cuarto inhabitado de la casa: de vez en vez un fogonazo, un breve resurgir amarillo acordonado de fatiga y de nuevo el silencio y el olvido y lo oscuro.
Ofendo, como ofenden los cipreses. Soy el desanimador. Yo soy el que contagia con sus besos un vómito de silencios oscuros, una sangría de sombras. Ofendo, ofendo, amada.
Mientras desciende el sol, lento como la muerte, observas a menudo esa calle donde está la escalera que conduce a la puerta de tu guarida. Dentro se encuentra un hombre pálido, cumplida ya, remota la mitad de su edad; fuma y se asoma