No puedo decir que la amé. Sería mentir. La amé, eso es cierto, pero no fui yo. Fue un extraño ser, una cándida y pueril imagen de mi rostro imberbe, de mis ojos dulces y sonrisa complaciente. Tal vez ese extraño la amase. Ojalá que sí. Ojalá la amen siempre como merece.
Por mi parte, sólo puedo decir que nunca la amé. Que no sé su nombre nuevo y dudo que su bondad se agote. La mía, aquella imagen, amó sin medida el tiempo suficiente, amó fuera de los límites del límite. La amó hábil y ardiente.
Pero yo no puedo amarla. No puedo amar en presente aquella figura libre, incandescente. Nunca la amé, como amaré siempre el recuerdo ajeno de la tersura que no existe.
No puedo quitarme, no puedo sacar de mi cabeza la memoria flácida y marmórea carne más allá de esta frontera epidérmica que una viva imagen de muerte ignora.
Una vez quise ser bibliotecario para matar moscas en el trabajo, regañar a algún huérfano de libro, traslucir sinopsis de una máscara, adivinar la signatura pendiente.