Comisión de servicios, de Jaime Siles | Poema

    Poema en español
    Comisión de servicios

    En la orilla del Sena sé y no sé
    si el autobús me lleva o la ballena
    de Jonás me conduce al Quai d'Orsay.
    La arena de los mares suena, suena.
    Régates a Argenteuil de Claude Monet
    se mueven en mis ojos y la arena
    que pinta en los desiertos Guillaumet:
    Henri Fantin-Latour hizo su Breda
    de Rimbaud, de Verlaine. De Baudelaire
    era el foulard sonoro de la seda
    que bordaba en el aire aquel vaivén.
    De todo aquel momento sólo queda
    lo que pienso sentado en el andén
    mientras el autobús me dice que sí queda
    El Oro de sus cuerpos de Gauguin.
    El oro de sus cuerpos en la acera
    son balandros que flotan en mi sien.
    Son un mástil, las velas, la carena,
    los veloces tacones de sus pies.
    Los veloces tacones de sus pies
    son las medias que suben, las caderas,
    el collar en el cuello, las hombreras
    con el bolso en el brazo como bies.
    En un escaparate reverbera
    una figura que es y que no es
    o de carne o de lienzo o de cera
    o la Gala del pintor de Cadaqués.
    He de tomar un autobús. Y un tren.
    Y un avión. Y un barco, por el Sena,
    deja en el agua escrita la carena
    de las quillas que pasan por mi sien.
    Soy el avión y el barco y soy el tren.
    Soy esta sensación que me encadena
    con la cabeza llena, llena, llena
    de imágenes y ritmos en vaivén.
    Para que entiendas todo tú también
    te escribo esta postal. Tú no la leas.
    Has de venir aquí para que veas
    con tus ojos mis ojos: no te creas
    que esta postal lo dice todo bien.
    Si lo dijera todo, toma el tren.
    Y, si no dice nada, una primera.
    Y, si te dice algo, una litera.
    Y, te diga o no diga, ¡ven!, ¡ven!, ¡ven!
    Cenaré en la Embajada con las damas
    y no en Maxim's. Te compraré Chanel.
    No traigas camisones ni pijamas:
    te cubriré de tinta y de papel
    Tengo en la mesa cinco telegramas,
    dos despachos urgentes y, en la piel,
    resueltos todos los crucigramas
    del diluvio a la Torre de Babel.
    Si me llamas, hazlo por la mañana
    de seis a siete, no de nueve a diez.
    Estoy aquí al pie de la ventana
    esperando el télex color grana
    cifrado sobre el tacto de tu tez.
    No me digas la clave: sé que emana
    de la combinación del diorama
    de música, de labios y de cama
    con la carne inventada cada vez.
    Como las letras, sí, del anagrama
    del saturnio que somos, ama, ama
    estos signos que sobre las semanas
    de tu cuerpo militan como grama
    de mi vegetación sobre el cuartel
    de la memoria, que tendrá sus canas
    -tu cintura, tu zinc, tu cronograma-
    en las olas de todas las mañanas
    de la espuma que fui sobre tu piel.
    Escrito por los días en las granas
    pestañas y pistilos y ventanas
    de la vidriera virgen del papel,
    el oro de tu cuerpo se derrama
    en tacto, en tinta, en texto, en tez, en trama
    sobre la lengua líquida que llama
    con un rumor de ríos y de rama
    la basa, el plinto, el fuste, el capitel
    del gótico jinete que reclama
    la enseña y la divisa de su dama,
    los colores, la cinta, la retama
    para el torneo y justo redondel,
    combinación de música y de cama
    con ese delicado diorama
    que, bajo las enseñas de la grama,
    gleichzeitig langsam und gleichzeitig schnell,
    ejecuta en nosotros -pentagramas,
    hiperbólicas sumas, cronoramas-
    el vidriado Bolero de Ravel.
    El ministro firmó. Una llamada
    dice que el protocolo es de chaqué.
    Toma el avión y tráeme, planchada,
    la camisa de seda y, RESERVADA,
    manda por la valija, bien lacrada,
    la chequera, la Visa y tu corsé.
    Acaba de llegar un telegrama
    que dice que decreta una semana
    el gobierno de fiesta. ¡Ven!, ¡ven, ¡ven!
    El Oro de sus cuerpos es un falso
    engendro tahitiano de Gauguin.
    El Oro de tu cuerpo -also, also!-
    el oro de tu cuerpo y tu vaivén,
    tu ritmo de amazona y tu melena
    abierta por el aire en una E.
    La arena de tus mares suena, suena.
    Régates a Argenteuil de Claude Monet
    se mueven en mis ojos y la arena
    que pinta en los desiertos Guillaumet.
    Son un mástil, las velas, la carena,
    los balandros que flotan en mi sien.
    Con los ojos llenos de gasolina
    y del vapor del Sena sé y no sé
    si el autobús me lleva o la ballena
    de Jonás me conduce al Quai d'Orsay.
    Navegaré al compás de la bolina,
    grímpolas en los estayes izaré.
    Por tu carne -como una golosina,
    un circuito de nata, un canapé-
    navegará mi lengua submarina
    las escotas, las jarcias, el bauprés
    en el cock-tail de la carta marina
    -entremeses, ahumados y terrina,
    Gänsleber, caviar, Cháteau Sauternes
    y, de postre, tarta de mandarina,
    Peras Duquesa con hojaldre y miel
    polvorones de almendra y espumosa
    Viuda servida en copa. Minué
    para ti, mandarina de la China.
    Para ti, mi Duquesa, este proel
    ha trazado tu mapa turmalina
    en la tenue tinta mortecina
    de la luz que le pone en la retina
    el oro de tu cuerpo y de tu piel.
    En esta sala sola, sin salida,
    donde la craquelada simetría
    que veo dibujada en el pincel
    del oro de tu cuerpo y no en la guía
    del museo, ni en la idolatría
    de los lejanos mares ni en Gauguin,
    me hacen saber que la soberanía
    del territorio está en la monarquía
    de la carne del cuerpo de la vida
    y no en el bronce pensante de Rodin.
    En el agua del Sena a mediodía
    los paquebotes abren una vía
    a la que el tiempo pone un cascabel.
    El sonido que huye deja herida
    no tanto el aire como sí la vida,
    no tanto el agua como sí la piel
    de este caballo que se me desbrida
    por el raíl de la melancolía
    que en un ritmo de imágenes desvía
    la cortina y la saca del riel.
    Ese grisú de gas de cada día
    es el que quiero hoy para el pincel:
    no la nata montada ni la fría
    ordenación de la caballería
    en un desfile militar. Plein air!
    La dotación de mi artillería
    no dispara sus salvas, sino envía
    la munición contra la batería
    del tiempo atrincherado en el cuartel
    de la memoria y del mediodía
    que soy en este instante de mi vida
    ante este cuadro. Junto al Quai d'Orsay
    quiero que sepas que no sé si sé
    si el autobús me lleva o la ballena
    de Jonás me conduce. ¿Quién, cuál, qué
    quedará en la orilla junto al Sena?:
    si tú, si yo, si el barco o la sirena.
    Pero esto -sólo esto- sí lo sé:
    tu ritmo de amazona, tu melena
    abierta por el aire en una E.
    La arena de tus mares suena, suena.
    La arena de tus mares son los pies
    que sostienen el ritmo del poema
    con el mismo fulgor de diadema
    que las manos sostuvieron el pincel.
    ¿Qué importa que Gauguin ya no lo vea,
    si la imagen es centro de la idea
    y, en la idea, respira aquel vaivén?
    El oro de sus cuerpos en la acera
    es la inmovilidad de la tijera
    que nos corta y recorta en el andén.
    Para inmovilizar esa sirena
    que oigo en las márgenes del Sena,
    quiero el oro de tu cuerpo yo también.
    Ya ves que todo es una cadena
    de símbolos, y suena, suena, suena
    el codaste, la cofa, la carena
    de la turgente urgencia de tu piel.
    En este mediodía junto al Sena
    la tijera que corta la cadena
    me ha dejado escrita en el papel
    toda la carta que es este poema
    y, en el aire, abierta la melena,
    tu nombre resumido en una E.
    Tu nombre como una diadema
    que destella en la ele de tu Ela
    mientras no sé si viene o vuelve o vuela
    este tan kilométrico poema
    pintado por un mástil sin su vela
    en el agua del Sena en Quai d'Orsay.
    Hazme caso: no quiero que lo leas.
    Has de venir aquí para que veas
    con tus ojos mis ojos: no te creas
    que este poema lo dice todo bien.
    Si lo dijera todo, toma el tren.
    Y, si no dice nada, una primera.
    Y, si te dice algo, una litera.
    Y, te diga o no diga, ¡ven!, ¡ven, ¡ven!
    Arroja al fuego esta postal-poema.
    Yo sé que mis jazmines en tu gema
    son el mejor salón que tiene el tren.
    El tren es lo que corta la tijera.
    Y el oro de tu cuerpo en la acera,
    la única razón para mi espera
    sobre el gres, gris de nieve, del andén.
    Por eso, mientras vienes, mientras llegas,
    construyo este edificio, esta quimera
    de palabras que trazan la frontera
    en el tiempo que soy sobre el papel
    con la tinta de tantas noches ciegas
    de leer en tu cuerpo la primera
    sombra de luz y página de cera
    del día que, en su día, vio Gauguin.
    Sobre la margen gélida del Sena,
    tahitiana miniada, niña buena,
    bailaremos sin fin un minué
    antes de que la muerte -la tijera
    que recorta las sombras en la acera-
    nos deje sin la vida y sin vaivén.
    Antes de que te hagan prisionera
    los faros y la niebla y la fea
    escala en el viaje a la vejez;
    antes de que seamos anagrama
    del telegrama que fuimos una vez;
    antes de todo eso, ama, ama,
    mandarina, duquesa, tú, mi dama,
    este vagón que somos y este tren
    que correrá por las mañanas granas,
    por los años, los días, las semanas
    y dejará, en las estaciones canas,
    grises gotas de grasa en el andén.
    Grises gotas de grasa dicen: «Ven, ven
    por los años, los días, las semanas,
    Por el coral pezón de las mañanas
    y el traqueteo zíngaro del tren».
    Tiene la luz vegetación de alas,
    cromatismo de olas, hilos, balas
    disparadas al aire. ¿Contra quién
    nos herirán los aros de las horas,
    los relojes de arena, las auroras
    y el sonido del zinc en esta sien?
    En esta sien donde una caracola
    la sucesión del mar tiene, y de ola
    que bate en nieve púrpura tu piel.
    Tu piel y tu clavel y tu corola
    que pinto sobre el lienzo solo, sola
    mientras en la memoria la moviola
    del Danubio como una pianola
    de címbricos corales en vaivén
    me deja en las esloras de las horas
    las espuelas y espinas, amapolas
    del oro de tu cuerpo y de tu piel
    en una floración del rompeolas
    de las bombas, fusiles y pistolas
    que el tiempo pone dentro de mi sien.
    Contra esos misiles de las horas,
    contra esos proyectiles, el proel
    que he sido por el mar de las auroras
    de la página, la tinta y el papel,
    dispara hoy las cargas niqueladas,
    los torpedos, obuses y granadas
    que defienden tu carne cincelada,
    el oro de tu cuerpo y la nevada
    acuarela de líquenes pintada
    que dejaron mis días sobre él.
    El Oro de sus cuerpos de Gauguin
    se resume en una pincelada:
    es el pigmento, el punto, la mirada
    que inmoviliza el tiempo en el pincel.
    Como él, como tú y como cada
    cuerpo que se termina y que resbala
    por la página que somos, el papel
    de la vida devuelve, bronceada,
    la trayectoria roja de la bala
    y el recorrido terso de la piel
    en fuego graneado que dispara
    sobre la posición de nuestra nada
    la memoria -el único cuartel
    que, dentro de la luz erosionada
    por la ceniza del color, prepara
    una ventana que no tiene dintel,
    una coma conífera y un ala
    donde la trayectoria de la bala
    y el recorrido terso de la piel
    se articulan en una sola sala
    que la luz en instantes acristala
    en un juego de espejos en vaivén,
    donde la coma se convierte en ala,
    el ala en bala, y la bala en
    la munición que el tiempo nos dispara
    en fuego graneado que no para
    de recorrer el oro de la piel.
    El oro de la piel no para; para
    el pintor, y la mano, y el pincel,
    pero no la pintura ni el verano
    ni la música que es su carrusel.
    Lo que detiene el tiempo de la mano,
    lo que detiene el cuadro de Gauguin
    es el aire que pasa por el vano
    del instante que pasa por la piel.
    La cordillera del amor humano
    está sobre los límites del plano
    que, en la aceleración de su aeroplano,
    nos inventa la carne cada vez.
    El altímetro que mide lo lejano
    reduce al escorzo de este plano
    la intensidad que fuimos una vez.
    Veo cúpulas de todos los veranos,
    brújulas, hemisferios, meridianos
    escritos en el cuadro de Gauguin.
    Y veo la distancia de mis manos
    y siento la distancia del vaivén.
    El que yo fui tiene color lejano,
    ceniza encima, el cuerpo tatuado
    por el color del oro de tu piel.
    Lo que el tiempo me deja entre las manos
    es el color de todos los veranos
    en la Gare Saint-Lazare de Claude Monet.
    En la Gare Saint-Lazare de Claude Monet
    los colores resultan tan lejanos
    como lo son también los meridianos,
    los hemisferios y las mismas manos
    en la distancia que divide al quien.
    El quien es dividido por lejanos
    colores de veranos y de planos
    que vemos reunirse en el andén
    un día del otoño cuando vamos
    al museo del mundo y lo miramos
    como un viajero desde el tren
    mira los puntos que le son lejanos
    e imagina los montes y los llanos
    y entra en un túnel y sale a un terraplén.
    Así también nosotros nos quedamos
    con el olor de todos los veranos
    disueltos en el oro de la piel
    y tomamos aviones, hidroplanos,
    globos-sondas, cohetes y llegamos
    no al corazón de zinc de los veranos
    disueltos en el oro de la piel,
    sino al falaz y turbio mecanismo
    que devuelve las balas de uno mismo
    repetidas en salvas de papel,
    en las que el frenesí de los seísmos
    se queda convertido en solipsismo
    de la emoción que abre los abismos
    y nos deja a un lado del arcén.
    Por eso digo que nosotros mismos
    somos reflejos de los espejismos
    como el poema lo es de este papel
    de este papel que me condena al istmo
    de la península de un silogismo
    de imágenes y ritmos en vaivén.
    La arena de sus mares suena, suena.
    Régates a Argenteuil de Claude Monet
    se mueven en mis ojos y la arena
    que pinta en los desiertos Guillaumet.
    Son un mástil, las velas, la carena,
    los balandros que flotan en mi sien.
    En el agua del Sena a mediodía
    los paquebotes abren una vía
    a la que el tiempo pone un cascabel.
    El sonido que huye deja herida
    no tanto el aire como sí la vida,
    no tanto el agua como sí la piel
    de este caballo que se me desbrida
    por el raíl de la melancolía
    que, en un ritmo de imágenes, desvía
    la cortina, y la saca del riel.
    Ahora que soy aún mi todavía,
    ahora que soy aún y que no sé
    si el autobús me lleva o la ballena
    de Jonás me conduce al Quai d'Orsay;
    ahora que soy aún el que te mira,
    ahora que soy aún el que te ve,
    ahora que todavía nos admira
    El Oro de sus cuerpos de Gauguin;
    ahora que aún ardemos en la pira,
    ahora que aún el vértigo es un bien,
    ahora que la carne aún delira,
    imitemos al mundo en su vaivén.
    Con el lujo de goces de la China,
    con El Oro de sus cuerpos de Gauguin
    he trazado un mapa turmalina
    en la tenue tinta mortecina
    de la luz que me pone en la retina
    el oro de tu cuerpo y de tu piel.
    Los dioses griegos y todos los latinos,
    los de Acadia, Sumeria e Israel,
    los hititas, egipcios y triestinos,
    y el Atlántico, donde mojas tus pies,
    darán su bendición a este poema
    escrito en el estribo de la E
    de tu nombre, tu piel y tu melena
    por el aire que suena, suena, suena
    con imágenes y ritmos en vaiven
    sobre la sucesión de la cadena
    de símbolos que pasan por el Sena
    como cuchillas pasan por mi sien.
    Como las quillas pasan por el quien,
    así también el túnel nos espera
    en la cartografía que encadena
    gotas grises de grasa en el andén.
    Gotas grises de grasa dicen «¡ven!, ¡ven!»
    En carne o voz o página de cera
    quiero llegar hasta la noche ciega
    que -mientras viene o va o vuelve o llega-
    nos salva del metal de la tijera
    y nos lleva, en tu gema, por el tren.
    Para inmovilizar esa sirena
    que oigo en las márgenes del Sena
    quiero el oro de tu cuerpo yo también.
    El oro de tu cuerpo es el tesoro
    que bato cuando fundo, fijo, doro
    el territorio todo de tu piel.
    En la orilla del Sena sé y no sé
    si el autobús me lleva o la ballena
    de Jonás me conduce al Quai d'Orsay.
    La arena de tus mares suena, suena.
    Régates a Argenteuil de Claude Monet
    se mueven en mis ojos y la arena
    que pinta en los desiertos Guillaumet.
    Contra el tiempo que hace este poema
    contra el tiempo que hace que no es,
    ante ti, mandarina de la China,
    ante ti, mi Duquesa, este proel
    ha trazado el mapa turmalina
    en la navegación a la bolina
    que disuelve la luz y difumina
    sobre el texto del tacto de tu piel
    la visión que se me rebobina
    en la sesión de cine vespertina
    con el lápiz de labios más cruel.
    Con los ojos llenos de gasolina
    he leído el espacio: una Menina
    de Velázquez. Y el tiempo -coronel
    de la muerte- me dio, como propina,
    el gimnosperma poema de tu piel.