Donde, como una almohada sobre un lecho,
una Preñada ribera se erguía
para que las violetas reclinen sus cabezas,
nos sentamos los dos, cada uno lo mejor del otro.
Firmemente asidas iban nuestras manos
por un fuerte bálsamo que de ellas provenía,
se entrelazaron las miradas, tejiendo
en una doble trenza nuestros ojos.
Rizar así nuestras manos era entonces
el único medio de hacernos uno,
y las imágenes de nuestros ojos
fueron nuestra única propagación.
Como entre dos Ejércitos iguales, el Destino
aplaza la victoria incierta,
nuestras almas (que a conquistar su condición
salieron de los cuerpos) cuelgan entre ella y yo.
Y mientras ahí nuestras almas negociaban,
yacíamos como estatuas sepulcrales,
todo el día, en la misma posición nos mantuvimos,
y no dijimos nada, todo el día.
Si alguien, tan refinado en el amor
que comprenda el lenguaje de las almas,
y que por el buen amor se hiciera todo espíritu
se detuviera a distancia conveniente,
podría (aún sin saber qué alma hablaba,
porque ambas decían, ambas significaban lo mismo)
hallar un nuevo elixir
y partir más puro que cuando aquí llegó.
Este Éxtasis nos ilumina
(dijimos) y nos revela lo que amamos;
vemos así que no era sexo,
vemos que no veíamos la causa:
pero como cada alma contiene
una amalgama de elementos para sí desconocida,
el amor vuelve a mezclar estas almas diluidas,
haciendo de ambas una –ésta y otra–.
Trasplanta una simple violeta
y su fuerza, tamaño y color
–cuanto en ella era escaso y miserable–
crecerá aún y se multiplicará.
Cuando una con otra el amor
vivifica dos almas,
el alma enriquecida que de ahí fluye
controla los defectos de la soledad.
Nosotros, que somos esta alma renovada,
sabemos de qué estamos compuestos y hechos,
pues los Átomos de los que crecemos
son almas a las que ni un cambio puede invadir.
Mas, oh, ¿por qué tanto tiempo, tan distantes,
nuestros cuerpos hemos olvidado?
Ellos son nuestros, aunque ellos no nos constituyan,
Nosotros somos las inteligencias y ellos la esfera;
les debemos gratitud, pues,
desde el inicio, nos acercaron a nosotros mismos;
nos cedieron sus fuerzas, su sentido
y no son para nosotros escoria sino alivio.
No obra así en el hombre la influencia del cielo,
sino que antes imprime el aire,
para que el alma pueda fluir en el alma
aunque primero repare en nuestro cuerpo.
Como nuestra sangre se afana en engendrar espíritus
en lo que puede semejantes a las almas,
pues tales dedos necesitan tejer
ese sutil nudo que nos hace hombres:
así deben descender las almas de los amantes puros
a los afectos y facultades,
que los sentidos puedan alcanzar y aprehender.
De lo contrario, un gran Príncipe yace encarcelado.
Tornemos pues a nuestros cuerpos, para que
débiles puedan contemplar el amor revelado;
los misterios del amor crecen en el alma,
pero aún el cuerpo es su libro.
Y si algún amante, tal como nosotros,
ha escuchado este diálogo de uno,
déjenlo que nos siga atendiendo;
que vea los pequeños cambios
cuando a nuestros cuerpos hayamos retornado.
¿Quién no echa una mirada al sol cuando atardece?
¿Quién quita sus ojos del cometa cuando estalla?
¿Quién no presta oídos a una campana cuando por algún hecho tañe?
¿Quién puede desoír esa campana cuya música lo traslada fuera de este mundo?
Loco de remate está quien dice haber estado una hora enamorado,
mas no es que amor así de pronto mengüe, sino que puede a diez en menos plazo devorar.
¿Quién me creerá si juro
Muerte, no te enorgullezcas, aunque algunos te hayan llamado
poderosa y terrible, no lo eres;
porque aquellos a quienes crees poder derribar
no mueren, pobre Muerte; y tampoco puedes matarme a mí.
El reposo y el sueño, que podrían ser casi tu imagen,
Desearía hablar con el espíritu
de algún antiguo amante,
muerto antes de que el dios del amor naciera;
imposible creer que quien más amara entonces
se rebajara a amar a quien lo despreciaba.
Pero desde aquella época, el dios
Donde, como una almohada sobre un lecho,
una Preñada ribera se erguía
para que las violetas reclinen sus cabezas,
nos sentamos los dos, cada uno lo mejor del otro.
Sé que soy dos veces tonto,
por amar, y por decirlo
en poesía quejumbrosa.
Pero ¿dónde está ese sabio, que no podría ser yo,
si ella no me rehusara?
Así, como las vías interiores, tortuosas,
purgan el agua del mar de la corrosiva sal,